miércoles, 22 de febrero de 2017

EL NIÑO IMPEDIDO.



   El niño tenía el pecho herido. Como una avecilla a la que le costara hacerse al aire, a él le costaba respirar. Corrían los demás en sus juegos hasta jadear o caer exhaustos, pero él permanecía quieto en un rincón sobre la acera, al abrigo del umbral de alguna casa o sentado en algún portal de mármol. Le faltaba la respiración, se fatigaba. Viendo a otros niños correr, dejaba volar su imaginación y soñaba que él llegaba el primero a la meta o que nadie se le escapaba cuando había que agarrar a la carrera en el juego del pañuelo o en cualquier otro. Si, en esos instantes, su mirada parecía chispear, en seguida sus ojos y su semblante se llenaban de sombras al volver a la realidad. Tenía que contentarse con ver a los otros correr y había terminado por aceptar que sus amigos no contasen con él en muchos de sus juegos. De vez en cuando, alguno de ellos caía en la cuenta y, condescendiente, pedía a los demás que emprendiesen un juego en el que pudiera participar. ¡Cómo agradecía él que alguien deparase en la necesidad que tenía de jugar con ellos, de no sentirse marginado, de volar a su amparo!
   Hay criaturas a las que les nacen alas de los sueños y, aún impedidas por el asma, una rara enfermedad que no entendía bien por qué había tenido que tocarle a él, se remontan sobre las nubes y aun alcanzan, en su aspiración, a ser criaturas solares, guardianes del astro rey. Adrián era uno de esos niños impedidos que anda por ahí con su inhalador y, cada dos por tres, va dándose una o dos inalaciones cuando siente la fatiga próxima. Los corticoides que toma desde hace algunos años le hacen ser un niño algo gordezuelo, otro impedimento más para darse a la carrera y llegar el primero. Por eso le gustaría ser leve como un pájaro, abrir sus alas calle abajo y, lanzado a la carrera, despegar con sus brazos abiertos, alzándose en el aire. Muchas noches ha tenido ese sueño, que se repite insistentemente, mientras duerme. Pero a él no le hace falta mucho para soñar también despierto. 
   No he visto jamás un rostro más triste que el de un niño impedido viendo jugar a sus compañeros. Esa mirada de desolación interroga al mismo Dios y nos interroga a todos nosotros que pensamos que tendría que estar regulado por decreto que los niños debieran ser obligatoriamente felices. No hay adultos felices sin niños felices, ni un mundo mejor sino aquel en que los niños puedan jugar, correr, saltar... Para entrar como una bala en la casa materna y, rezumando sudor, pedir un vaso de agua a su madre para de nuevo, salir corriendo a jugar con sus amigos, sin atender sus sugerencias ni escuchar sus ruegos.


                                                                          José Antonio Sáez Fernández.