lunes, 30 de noviembre de 2015

NIÑOS QUE LLORAN EN LA MADRUGADA.






   Siempre hay un niño que llama a su madre o llora a altas horas de la madrugada. Siempre hay un niño que tiene hambre o a quien le duele estómago. Siempre hay una niño insomne o con fiebre, que no deja dormir a todos los de la casa. Sí, siempre hay un niño que alerta o desasosiega a su progenitores, que se despierta o se desvela en mitad del espanto nocturno. De la mano de ese niño caminamos el resto de nuestra vida y cuantos más años cumplimos, más nos damos cuenta de esa verdad. Porque ese niño nos sigue a todas partes, va con nosotros a todos los lugares, nos mira con ojos perdidos y con melancolía, con la tristeza de los solitarios, con la mirada apagada de los ausentes a quienes no les es posible el regreso ni tampoco volver atrás sin la pesada carga que los agobia.
   Yo soy ese niño. Yo fui aquel niño y vuelvo a ser este niño de ahora, con unos cuantos kilos de más, con más arrugas y el pelo aun más blanco. Mucho más cansado, mucho más sabio, mucho más decepcionado por haber dejado de ser aquel niño que fui. Por más que me froto las manos, no puedo separar mis dedos de los suyos. ¡Que terco es este niño que llevo conmigo a todas partes! Se empeña en seguirme y no puedo tener intimidad alguna porque él todo lo ve, todo lo analiza y no para de observarme. Le he pedido en ocasiones que deje de seguirme, que salga de una vez de mi vida; porque atrás quedaron la inocencia, la ilusión, la iniciativa, la generosidad o el entusiasmo. Y donde hubo todo aquello hoy hay un adulto cada vez más decepcionado y más consciente de lo que supone vivir la vida que le resta. Ahora ese adulto es el tiempo que le queda. Mas un niño está fuera del tiempo, es todo el tiempo y es el mismo tiempo, pues no entiende del tiempo ni depara en su existencia. Un niño es la inexistencia del tiempo.
   Hoy me he puesto a jugar con ese terco niño que apenas si me deja respirar. Le he lanzado la pelota y él corría velozmente hacia ella como quien ha de aferrarse a un tesoro. No había manera de que la soltara o de que la lanzase. Era su mundo mágico y redondo. Yo no tenía cabía en él. Yo no era más que la sombra de ese niño que me mira con ojos desmesuradamente abiertos, escrutadores y sorprendidos, pero que no me entiende. ¿En qué extraño ser debo haberme convertido para aquel niño que fui, pues no me reconoce, aunque yo sí continuo reconociéndolo con cierta dificultad desde mi lejanía? En efecto: el adulto que soy se ha convertido en un extraño para el niño que fui. Y resulta que es entonces, solo entonces cuando uno se pone en alerta al comprobar que ese niño que fue ya no respira, que su corazón late muy despaciosamente y entiende que debe ser muy poco lo que le queda por hacer.

 
                                                                                José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 7 de noviembre de 2015

LOS OJOS DESEADOS.






   Sientes con dulzura una serena sensación de acabamiento. Ha caído la tarde sobre tu corazón y se mueven los ojos en la penumbra, palpando a tientas los seres y las cosas que sólo el alma puede vislumbrar. Andas en la ceguera y no te basta la escasa luz que al fondo se reduce a un leve resplandor con el cual luchas fervorosamente, como Jacob con el ángel. Acceder a un relámpago ha de ser necesariamente una conquista. Intuir el destello ha de requerir una batalla contigo mismo, pues te sabes inmerso en la oscuridad. Mas si tú ambicionaras seriamente la luz, podrías ser como la noche poblada de luciérnagas, serena y constelada, donde el ceremonial de los grillos pasaría a ser el concierto con el que sueñan los últimos pájaros del ocaso.
   ¡Qué gran bonanza se cierne sobre ti, pues mendigas el destello interior que te haga fructificar como la espiga, dando el ciento por uno! Esta sensación de término es la del convaleciente, la del herido de amor que no acierta en su vaticinio y espera inútilmente el vuelco de su corazón. ¿Quién habrá de sanar tu insatisfacción sino los ojos y las manos y la risa de la que esperas, oh hijo de la necesidad insatisfecha? Te columpias y saltas a la comba con la cuerda multicolor del arco iris, la cual forma un semicírculo en el límpido cielo, tras la nubes que pasan dejando la lluvia fecunda en los sembrados. Abrázate a la orfandad de mi corazón, Ser con mayúsculas, incéndiame con el fuego de tu amor enardecido, sé tú la brea en que hago arder las antorchas de mis ojos.
   Ve como el que cierra al exterior sus pupilas, navega en un hondísimo mar de trasparentes avenidas. Quien sólo mira hacia el centro, aquel que sólo tiene ojos para quien ama, no se distrae ni dispersa el caudal de su conocimiento en naderías que no han de conducirle a ninguna parte, pues se sabe en el camino recto y nada hay que lo perturbe. Así anhela el ave el más elevado vuelo que la aleje del acecho del neblí o del cernícalo, pues allá en el azul se sabe libre y plena, una con el aire y más cercana a Aquél que la creara. Como una lanzada en el costado, así entra la luz en nuestra alma dejándonos tocados en el amor que anhelamos. De esa herida brota sangre y agua, que discurre pendiente abajo como los labios del amante besan el torso desnudo de la amada. Esa luz no emana ni te invade desde fuera, sino que nace del interior fecundado en un acto de amor. No se necesitan ojos que miren al exterior, pues sólo sacia tan hondo anhelo aquella ráfaga de luz que nace de unos ojos que llevas en las entrañas dibujados. Y como el místico, exultante de gozo, compartes el envite: "Apártalos, Amado, que voy de vuelo".


                                                                                        José Antonio Sáez Fernández.



lunes, 2 de noviembre de 2015

FRANCESCO PETRARCA LLEVA ROSAS A LA TUMBA DE LAURA.





Ahora, hermosa Laura, que duermes en la mullida tierra
y tu angelical belleza halla en ella su acomodo, 
sobre tu tumba deposito las perfumadas flores 
que en la rompiente aurora corté por que se abrieran 
ante tus ojos cerrados para siempre. 
¿Cómo ocultar que, en ellos, el cielo se puso tan temprano; 
si apenas pude yo admirarlos y mirarme 
en el espejo azul de tu embeleso? 
Navego en la barca de tu ausencia 
como el desconsolado que partió sin rumbo cierto 
y, en los puertos que atraco, busco tu rostro
entre las dulces muchachas con que cruzo, sin éxito, mis pasos. 
¡Ay de mí, porque vivo y no te tengo! 
No bastaran, para enaltecer mi nombre y tu memoria, 
los versos que escribí con lacerante dolor y entre las lágrimas. 
¿Qué justiciero arcángel ambicionó, envidioso, 
tu hermosura para llevarte a ti, y a mí dejarme, 
en este valle hondo, oscuro
Ondearán al viento que las nubes porta 
tus largos cabellos virginales, 
que con destreza enlazabas jugando entre tus dedos. 
Aquí descansa Laura, ángel que, con rosas diecisiete, 
no atesoró para sí más que belleza.

                                    José Antonio Sáez Fernández.