domingo, 27 de septiembre de 2015

LA LUCHA POR LA VIDA.



(Fotografía de Francisco Ontañón)


   Heme aquí, doncel de los sueños rotos, que se adentra en el mar con su barcaza y los remos carcomidos. Un día no lejano, a no tardar, han de pudrirse sus maderos y las termitas habrán concluido su misión. La lucha del hombre con el mar y contra los elementos es metáfora de la lucha del hombre por su supervivencia, por bogar adelante con su vida en el fragor de la tempestad. Fiera es la competición de quienes luchan por hacerse con la flor de la espuma y el invictus será coronado con hojas de laurel. 
   Venid a mí los derrotados, los que dormís a la intemperie, los que escarbáis en los contenedores de basura en busca de algo que llevaros a la boca, los que agonizáis en los hospitales y habéis hecho del dolor vuestra única heredad, los que buscáis en los basureros algo que malvender, los que ofrecéis la ropa usada y desechada en los mercadillos del hambre y los desesperados, quienes os sabéis pisoteados por las botas de los afortunados... Los que acaso no podáis dormir acuciados por la necesidad y el estómago vacío.
   Llevo hasta tu presencia los restos del naufragio. Te ofrezco los desechos del egoísmo y el desamor del mundo. Mi embajada es la de los desamparados, la de los desvalidos, la de los humillados... Aquellos que recogen las migajas que caen de la mesa del rico Epulón sin que él se sienta movido a compasión. Ve que llego con las alforjas vacías y vacío el jubón. Mis ropas son los harapos que se arrojan a la cara de los que van desnudos. Ve que voy renqueando, como el malherido, como el herido de amor que no se queja. ¿No habrá un mañana para vosotros, hermanos que dobláis las esquinas de las lágrimas rodando por vuestras mejillas? No desesperéis, porque si hay un nuevo día, ése ha de ser el vuestro.
  Como se dobla la barca sobre las olas ondulantes, así me inclino ante ti. No me atrevo a levantar los ojos ni a mirarte a la cara. Soy el vencido, aquél a quien las hordas vandálicas han exterminado la esperanza. Voy hacia ti como el imantado es atraído por una fuerza arrolladora. Tú eres el que eres: señor de la marginación y la miseria, rey de los desheredados de este mundo. Poderoso es tu brazo y tu fuerza no halla otra igual. Tú, nuestro escudo. Tú, nuestra coraza. Nosotros los humillados, los que inclinan a tierra la cerviz, los de pálido semblante. Los que escriben su nombre y firman con el signo de la cruz.


                                                                  José Antonio Sáez Fernández.


lunes, 21 de septiembre de 2015

LAS CENIZAS DE LOS DIOSES.


(Fotografía de Gervasio Sáchez)



   Toda vida es naufragio. ¿Cómo si no llamar a ese desgaste de la prestancia corporal de la juventud, a ese mermar de facultades, a ese ir dejando atrás las personas y las cosas que un día formaron parte de nuestra vida, a los seres queridos a quienes perdimos, a ese escepticismo y desengaño que el vivir conlleva? La vida es una continua pérdida, una merma perpetua que nos va dejando en los puros huesos, desnudos y en cueros ante la muerte. Decidme si no por qué abandonamos aquellos lugares en donde nuestros ojos se hicieron a la luz y nos marchamos en busca de otros extraños para reiniciar la vida, si siempre llevamos en la retina aquella luz primera, aquel rostro amoroso de nuestra madre, los paisajes y olores que nos envolvieron en nuestra infancia y que retuvimos para siempre en nuestra memoria... 
   No dejamos de ser supervivientes en busca de la patria perdida. Somos lo que fuimos en nuestra infancia porque ella es el hilo que nos ata a la ternura, a la inocencia, al poder del asombro y la curiosidad innatas, a los juegos en que fuimos felices, al amor y al desamor, a la amistad y el engaño. Somos como los árboles: echamos raíces y, cuando abandonamos el solar en que nacimos, podemos arraigar de nuevo en otros lugares, pero ya nada será lo mismo. Nos convertimos en apátridas que sueñan con una patria imposible, con el imposible regreso al paraíso perdido.
   Los seres humanos somos como balandros a la deriva, los perdedores, los que arrojan la toalla en el combate porque no tienen posibilidad alguna frente al dolor y la muerte, frente al paso del tiempo. ¡Ay de los vencidos por el tiempo! Dejamos de vivir para transformarnos en supervivientes temporalmente el día en que fuimos conscientes del dolor, de la maldad, de la traición, del egoísmo y las ausencias. Sólo la inocencia, el candor, la ignorancia nos mantenían perdurablemente felices. Debió de ser como un abrir los ojos y darnos cuenta de que estábamos desnudos en medio del Paraíso, como caer en la cuenta de que andábamos desnudos para sentir vergüenza, como si una venda o unas escamas se nos cayeran de los ojos para ser conscientes de que habíamos perdido la inocencia. Somos los eternos huérfanos que deambulan en la noche buscándose perpetuamente a sí mismos sin encontrarse nunca. Esa bien pudiera ser nuestra condición. Ese quizá pudiera ser nuestro destino: el de los errantes sin patria, el de los que van de un lugar a otro sin tomar asiento en ninguna parte, los desasosegados.


                                                              José Antonio Sáez Fernández.




domingo, 13 de septiembre de 2015

TARDES DE DOMINGO.




   Las tardes de domingo fueron siempre el anuncio de un lunes. Por ellas vaga la melancolía de aquel niño de once años que fuera ingresado en un internado. Eran tardes de andar arrastrando la melancolía, recorriendo en soledad los largos y encalados pasillos de elevados techos en el recinto cerrado, cuyos arcos daban a un fresco patio adornado con macetas y a cielo abierto, un cielo que ahora bien pudiera ser plomizo. En las tardes de otoño caía el aguacero y las plantas del patio se alzaban vigorosas, sus hojas lozanas se movían al compás de la brisa y la humedad comenzaba a parecer tan molesta como impertinente. El niño deambula por los umbríos pasillos del añoso edificio cuya jadeante respiración adivinaba, se asoma a los arcos y depara finalmente en los empedrados patios que le permiten alzar la vista y atisbar el cielo, percibir el sonido del agua que bulle de una fuentecilla y el vuelo de algunas aves que se acercan a ella para beber, posándose en la piedra reverdecida por el musgo. Fugaz la visión de los pájaros que rompen la monotonía en la tarde silenciosa para, en seguida, perderse de nuevo remontando los altos muros de los claustros o la altiva espadaña del ciprés que los preside.
   En uno de aquellos patios del internado se arremolinan, formando filas, los internos para recibir su ración de merienda-cena, la cual reparten con diligencia las cocineras, ataviadas de blanco mandil. Algunos vuelven a entrar en la fila para tomar doble ración, sin ser advertidos por ellas, y devoran con fruición el pan y la tortilla de patatas que muerden con verdadero deleite. Luego, la chiquillería se esparce por los patios de recreo del internado, a cuyo frente la mirada viene a toparse con la inmensa pared que le sirve para jugar al frontón; patios de tierra donde es posible pasar las últimas horas del domingo jugando al balón, a las chapas, al tejo, a los santos o a las bolas, constituyendo círculos de 5 a 10 chiquillos. 
   Pero aquél que antes dije es el solitario y no deja de vagar por los pasillos. A vuelta de ellos se da de frente con la larga y oscura sotana del director, un sacerdote de ascendencia granadina cuya presencia tanto impone a los internos. El clérigo cruza con él unas palabras y advierte su soledad, mas no se refiere a ella sino a la obligación de haber preparado las materias para el día siguiente. Cuando habla, su boca entreabierta deja ver el vacío del diente que le falta. No se detiene apenas y prosigue su andadura rasgando el aire con su imponente presencia. El chico no sabe sino de su tristeza y de la melancolía que le embarga en las desoladas tardes de los domingos adivinando que, fuera de aquel altivo edificio, cuya edad rondaba las cinco centurias, había otra vida que el adivina feliz y en libertad, al calor de los suyos, de donde nunca hubieran debido apartarle para conducirle allí, donde le decían, llegaría a ser alguien.


                                                                                           José Antonio Sáez Fernández.


miércoles, 9 de septiembre de 2015

LLUVIAS.






                                                             Para mi amigo, el poeta Miguel Florián.


   Ha pasado la lluvia por aquí como un velo transparente, dejando diáfano el aire y, por el campo, con una claridad sobrenatural que se aprecia en la vivacidad de los colores, en la nitidez de los objetos. Pareciera que esta claridad que sigue a la lluvia es la que han de poseer los resucitados tras la noche oscura del óbito, pues los hay que durmieron en ese sueño de volver a la vida, tal y como se les había prometido, y no se puede ni se debe defraudar tamaña aspiración después de arriesgar la vida y la suerte en ello.  
   Entra el aire en el pecho y, en expandiéndose en los pulmones, es tan dulcísimo y grato que se interna en él como una daga sumamente delicada, la cual nos arrebatara el aliento muy despaciosamente. Nada tan limpio ni tan acendradamente puro como este aire que respiras: ese que llega tras las lluvia refrescando el ambiente y se acrisola en los olores que vas identificando en su diversidad más nítida. Es la fiesta de la vista y el olfato, una bacanal de embriaguez para estos dos aventajados sentidos que se entregan, en forma disoluta, a la experiencia dichosa del acontecimiento...
   Eres el suspendido en el aire y eres el alzado en él. Eres la mano delicada que acaricia el rostro lívido de la niña difunta y eres los labios que besan la blanca nuca de la joven provocando en su cuerpo el escalofrío. Eres la sábana recién lavada que retuvo el cuerpo del amado y cuya blancura hiere en la mañana, atravesada por los rayos del sol. Eres la luz de sus ojos y eres también la luz que está en sus ojos, y la luz que hay en sus ojos. Eres el amor que pasa, el velero que despliega su blancura sobre las olas en la tarde difunta, en el réquiem de la luz. Eres la melancolía y eres las lágrimas de aquella joven en la estación al despedirse de su amado, quien le sonríe y le toma las manos con delicadeza. Has sido y te vas en la despedida como una sonata de otoño, como el fulgor y la sangre, como el vuelo de una celebración.


                                                                                       José Antonio Sáez Fernández.


martes, 1 de septiembre de 2015

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD.





   Te has desprendido de todo lo que te sobraba y ahora eres el despojado, el desposeído, el que no tiene patria, quien no existe... Apenas te haces visible y eres el invisible para los más. Hacia donde te diriges, no necesitas nada. Así, no llevas bolsa, ni alforjas, ni sandalias y pasas como sin ver a nadie. Casi has cumplido tu ciclo y hay gentes que llaman a tu puerta esperando ocupar tu lugar para hacer de tu lugar el suyo. Eres como el rey desnudo, o como el traje inexistente del rey desnudo que sólo un niño es capaz de denunciar. Has pasado por la vida sin hacer ruido y ahora eres la transparencia y la insignificancia, como la gasa que deja ver al trasluz las formas que se creían ocultas. También el agua clara que discurre es como el cristal y deja ver, en el fondo, los guijarros que acaricia a su paso. Tú eres líquido y discurres mansamente, como el cristal del agua por su cauce. Pudieras haber sido como las alas de las mariposas en el aire, leve y etéreo, liviano y ligero, límpido y lábil. Pero te decantaste por la mansedumbre e hiciste de ella tu bienaventuranza. Y no cesa ese aire envolvente de danzar y danzar en torno a ti, dando giros, haciéndote girar como los astros soberbiamente ordenados en el firmamento. Eres el planeta que gira alrededor del astro más luciente. Tus anillos irradian su luz y tu brillo. No has podido seguir vigilante, como el centinela en la noche, y has cedido al empuje y la fuerza de quienes te repudian. De tu mano va el aire y tus pies descalzos llevan el ritmo. Al compás, tus dedos que se crispan...
   Pues no es otra tu suerte: cedes y dejas paso a la corriente. Imposible detener la fuerza de las aguas. No desconsueles. Mira que has culminado tu obra y estás cansado de bregar. Sabe que te has dejado el alma en el intento y que cuando llegue el otoño, regresarán las lluvias y germinarán de nuevo las semillas que dejaste al pasar. Tú no eres el desconsolado que arrastra su tristeza por los caminos del mundo ni llevas la melancolía ceñida a la cintura. Eres como el firmamento cuajado de estrellas y reflejas la luz que has recibido, una luz que no es tuya y que te fue prestada. No te sacudas el polvo del camino, porque ese polvo es la única ofrenda que has de presentar a tu llegada.


                                                                              José Antonio Sáez Fernández.