domingo, 26 de julio de 2015

LA ESTACIÓN DE LOS SENTIDOS.





   El verano es la estación del dominio de los sentidos y es también la estación en que se vive hacia fuera, hacia el exterior. No es tiempo de búsqueda, sino de salida; ni es tampoco estación de término, de final de trayecto, sino de letargo y adormecimiento, de paréntesis y espera para las metas ambiciosas. El verano no es estación definitiva, sino un espejismo en medio de la travesía del desierto, que es el tiempo que nos ha tocado en suerte. En verano has de hibernar o, por el contrario, soltar los cinco mastines de los sentidos para su solaz y tu disfrute. Camina el verano a sus anchas, sin someterse a fuero alguno, aprovechándose del letargo de quienes se baten en retirada bajo un sol de justicia, el sol abrasador, y buscan refugio a la sombra del laurel. Mira que es estación material y grosera, no por ello innecesaria o censurable, pues la carne necesita sus espacios y se recrea en ellos. "No sólo de pan vive el hombre"...
   No te adentres en el verano cargado de proyectos y, si los llevas, deshazte de ellos o desiste de su culminación. No es estación para tales empresas, dignas de otras como el otoño o el invierno. El verano es la "Venus saliendo del mar", de Botticelli o "Las tres Gracias", de Rubens, "La Venus del Espejo", de Velázquez; o "Dánae recibiendo la lluvia de oro" y "La Venus de Urbino" de Tiziano: una exaltación de las formas y de su voluptuosidad, el triunfo de la carne y la mordaza del espíritu sometido. Todo en el verano ha de ser necesariamente flebe y ligero, de fácil asimilación y alcance. ¡Qué, si no, de los cuerpos tendidos sobre la arena de la playa, los cuerpos derrotados y los miembros vencidos que caen flácidamente o se doblegan! Todo es caída bajo el sol inclemente, todo aplastamiento, todo derrumbe. Apenas un ave osa desplegar sus alas en el aire ardiente. Todo es cobijo hasta para las alimañas.
   Láncese el ojo en busca de la mórbida curvatura, guste el paladar de frutas apetecibles y sabrosos manjares, deslícese el tacto sobre la superficie sedosa que añoraba, hágase el oído al chapoteo del agua y otras músicas embriagadoras, detecte el olfato los perfumes de las rosas y atúrdase el cerebro con ellos. Salgan a danzar los cinco juntos y exijan la cabeza del Bautista como premio a las formas que se mueven y agitan.


                                                                                 José Antonio Sáez Fernández.



viernes, 17 de julio de 2015

SENTADOS A LA MESA.




¿A qué mesa invita y a quienes convoca el poeta Víctor Jiménez (Sevilla, 1957) en su último libro de versos, publicado por editorial Renacimiento? Nos dice que la mesa italiana es aquella ante la que director y actores se sientan para realizar una lectura conjunta del guion de una obra, como también explica Juan Lamillar en el prólogo. Pero yo entiendo que, aquí, el título del libro La mesa italiana (2015) trasciende a un sentido metafórico, amplía su significación, la redimensiona; pues el poeta convoca o trae a la memoria a los seres que han iluminado su vida, que han trascendido en su existencia. Busca un escenario para ubicarlos o cobijarlos en el mundo de los sueños, que son los títulos cinematográficos de sus poemas, los remedos cinematográficos y literarios de los títulos de sus textos. Pero creo que esos títulos son sólo una referencia, un decorado, una ambientación sin más trascendencia que la relación invisible con el contenido de los mismos, con aquellos con que el poeta ha tenido a bien vincularlos.

Estamos ante textos de considerable extensión, en general, donde el endecasílabo, el heptasílabo y el alejandrino se combinan a placer, explicitando un gran adiestramiento en el ejercicio de la escritura poética. Maestría formal y sentido del ritmo en sonetos de perfecta factura, como el que da título al libro y lo inicia: "He aquí, por fin, sentados los actores/ contigo alrededor de la gran mesa./ Todos con su papel en alma impresa./ Presentes todos aunque los valores,/ los atiendas sin más o los ignores" (p. 13). Vemos pasar al niño, al joven y a sus primeros amores, al hombre en sus conquistas y desencantos. Especial relevancia adquiere el tema del amor, así como la presencia del padre fallecido y la madre enferma, los trenes y los puentes. En mucho estamos ante una poesía que no deja de ser urbana y de hábitos urbanos, si bien se ubica insistentemente en los ámbitos del intimismo, el desencanto y la melancolía causados por el desamor, la pérdida de los seres queridos, el desencanto o la rutina diaria, la consciencia del paso implacable del tiempo y de lo perdido. Una poesía, a menudo, narratológica, que necesita expandirse y contar para desahogarse, que recurre a la memoria como a un ámbito de salvación personal a través de la recuperación de lo ya ido. Desde el presente, que no se niega, hasta la infancia y la juventud perdidas, el poeta en la madurez vital precisa hacer balance de emociones, pues sólo a través de las emociones puede justificarse una vida. Somos las sucesivas personas que hemos sido hasta llegar a ser conscientes del presente en que finalmente nos ubicamos. Pero no podemos de dejar de mirar con melancolía cuanto dejamos irremediablemente en el camino.


Ante el poema final: "Pregúntale al viento" (pp. 89-90), el poeta coloca una cita de Bécquer en la que se dice: "Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido". En este texto confiesa a su interlocutor lo siguiente: "Me preguntas, amigo, de quien hablo./ Si no son otros los protagonistas/ que pasan, como sombras, por las páginas./ Y no sé qué decirte... porque, a veces,/ tampoco sé quién soy ni quién he sido./ Ni siquiera si todos existieron (...)". Poner los recuerdos y las emociones encima de la mesa es ejercicio saludable para el alma que entra en la madurez. Y así lo ha hecho Víctor Jiménez, en la senda de tradición de la mejor y más noble poesía andaluza.


                            José Antonio Sáez Fernández.


domingo, 12 de julio de 2015

CONFIDENCIAS EN VOZ ALTA.





   Alfredo Rodríguez (Pamplona, Navarra, 1969) es un ejemplo de joven poeta que viene demostrando una devoción digna del mayor encomio hacia quien considera su maestro: el vate de Cartagena, Murcia, José María Álvarez (1942), adscrito a la generación del 70 o de los novísimos, así bautizados por el antólogo catalán José María Castellet en su obra Nueve novísimos poetas españoles. El poeta navarro ha dedicado muchos años de su vida al cultivo de la amistad con el autor de Museo de cera, cuya obra conoce como pocos y a cuyo estudio ha dedicado sus mayores esfuerzos con un entusiasmo, un apasionamiento y una lealtad inquebrantables. Se publica ahora, en ediciones Ulises, del grupo de la editorial sevillana Renacimiento, el segundo volumen de sus conversaciones en París con el poeta novísimo, titulado La pasión de la libertad (Sevilla, 2015); obra que puede considerarse como continuación de aquel primer volumen de sus conversaciones que publicara también Renacimiento, Exiliado en el arte (Sevilla, 2013).
   El volumen en cuestión indaga de manera profunda en los motivos últimos de la vida y la obra de José María Álvarez, en su personalidad y en su pensamiento; y lo hace de forma tan amena como integral. Alfredo Rodríguez se mueve en este territorio como pez en el agua, con inteligencia y destreza, con sutileza y sabiduría, sin caer nunca en la erudición que pudiera resultar farragosa, al igual que el maestro en sus respuestas. El entrevistador no se detiene ante cuestiones que podemos llamar "sensibles" o que rayan en la intimidad del poeta, aunque en contadas ocasiones es el entrevistado quien pone las limitaciones ante el acoso al que se ve sometido por el entusiasmo, la pasión y una cierto exceso de "confianza" por parte del entrevistador al que, por otra parte, parece verse obligado este último. Resulta meridianamente diáfano que sin esa especial aproximación que existe entre maestro y discípulo, sin esa atmósfera de confianza que se establece entre ambos no hubiera sido posible el nivel de sinceridad y hondura que apreciamos en las respuestas del poeta novísimo entrevistado.
  Nos encontramos, pues, ante un volumen que ronda las 300 páginas y que resulta imprescindible para conocer las motivaciones últimas de la poesía de una personalidad lírica tan sugerente y atractiva como es la de José María Álvarez, para adentrarse en las lecturas sobre las que se asienta el acervo ideológico del maestro, saber de sus ciudades amadas, de las otras literaturas que le sirven de sustento, de sus opiniones políticas y sobre la situación de nuestro país, de la deriva hacia la que camina la humanidad, etc. El corte entre los capítulos que disponen el contenido de este volumen, responde más a necesidades estructurales que reales en el discurrir de la obra.
   Algo o mucho de heterodoxo se muestra en el poeta que responde a las preguntas incisivas de su entrevistador, algo o mucho de inconformismo, de decadentismo, de sentido aristocrático del arte, de dandismo, de rebeldía, de personalidad no acomodaticia, de distanciamiento crítico, de denuncia y puede que hasta de construcción de la propia leyenda de escritor, de personaje público; pues, a pesar de la sinceridad, el rigor y la valentía que se observa tanto en las preguntas como en las respuestas, el lector que afina no puede dejar de advertir cierta pose artística en ambos intervinientes, seguramente inevitable puesto que resulta difícil sobreponerse a la atmósfera creada entre ambos. En conclusión: una obra interesante y necesaria, cuya amenidad, versatilidad y viveza nos facilita el camino hacia la lectura íntegra del volumen.


                                                                               José Antonio Sáez Fernández.



viernes, 10 de julio de 2015

BAÑISTAS.


(Ilustración de Tamara de Lempicka)



   Un cuerpo juvenil, extendido sobre la arena de la playa, invoca la resurrección de la carne o puede que sea el triunfo de la materia renovada sobre lo decadente y lo caduco. Interminables miembros que perezosamente languidecen con natural elegancia y se ofrecen a la mirada que los retiene con escondido asombro. Piernas que se deslizan en el agua como estilizadas colas de sirenas disfrutando en el baño, burlando las olas con premeditada destreza y gentil diligencia. Brazos como aletas del pez más ligero y adiestrado entre las aguas claras del mar que lo acoge, lo refugia y lo envuelve con displicente ademán. Cabellos que se disipan en la brisa y ondean sugerentes como en el "Libro de las banderas de los campeones", peinados sólo por el viento.
   Podrías trazar la línea de una cadera, su mórbida cadencia, y continuar así la curvada superficie de los cuerpos semidesnudos, ofreciéndose al sol como en una ofrenda que escandaliza a los mismos dioses que los moldearon. La perfección del trazo, la turgencia, la seda de los muslos, su vigor de labradas y marmóreas columnas: ¡Oh pies descalzos, oh tobillos, oh talones, oh dedos y uñas pintadas de vivos colores que sólo las arenas acarician y las olas de la playa besan con veneración! ¡Oh pulseras que circundan las gráciles muñecas, pendientes que adornan las orejas, vivo collar que rodea la blanca nuca perfumada! Naufragan los ojos en la despejada espalda, ligeramente ondulada en el vértigo descendente hacia las caderas. La cintura es oasis donde vienen a reparar los ojos en su peregrinar de agua y arena. ¿Qué te conjura aquí? Acaso fuera el azar que alguna vez soñaste en accediendo a una isla. Acaso el camino de las hormigas o la larga hilera de los insectos que caminaban en procesión y severa disciplina. Acaso el contenido del corazón, su locura o el brioso corcel de los sentidos relinchando. Sólo conoces lo que te fue dado y, de aquel instante, atesoras los dedos de la muchacha que intentaba domeñar sus cabellos; su alma que iba en la risa que escapaba de sus labios y su boca como un ebrio cascabel altisonante. Era la voz y la vida que estallaba por todos los poros de su cuerpo esculpido, mientras tú te adentrabas, nadador solitario, en el azul de las plácidas aguas.


                                                                             José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 4 de julio de 2015

MANOS ENLAZADAS.


(John Williams Waterhouse: "Eco y Narciso", 1903)



Extiende su brazo y deja caer su mano lánguida en el aire, con los dedos como pétalos de una rosa mustia bajo el sol del verano. Beso su brazo y beso su mano, y recojo del aire sus dedos para besarlos, uno tras otro y otro tras uno. El brazo desnudo invita al beso y sus trazos horizontales invitan a ser prolongados por la mirada, siempre buscando horizontes inexplorados, perspectivas únicas e indivisibles que llegan hasta allí donde no alcanzan los ojos. La mirada acaricia formas, circunda curvaturas que aprecia el sentido, asume delicadamente la turgencia y viene a derrumbarse en el acabamiento que supone despertar a lo real tangible. Porque la imaginación es más intensa que el sentido y despierta vivas sensaciones en nuestra mente, que los sentidos no podrían igualar. Tomo tu mano y la llevo a mi mejilla para sentir su caricia, la dirijo luego a mi boca para posar, repetidamente, mis labios en ella. Nada tan importante como las manos para mostrar nuestra necesidad de afecto, nuestra orfandad, nuestro desvalimiento... Nada como las manos para aliviar la fragilidad humana y sostenernos como la caña dúctil, pero que no se doblega ante el viento. Así tú y yo ante la adversidad. Si caminas de mi mano o voy yo asido de tu brazo, formamos un sólido bastión capaz de hacer frente a la crueldad del mundo. Si acoges mis manos entre tus manos, un consistente nudo formamos enlazados. El frío de tus dedos, al calor de los míos. Me ofrecerás un día las cuencas de tus manos y yo acudiré a ellas para saciar mi sed. Beberé de la fuente de tus manos el agua que ha de darme la vida.
Caminamos bajo las estrellas aquella noche de lucha llena. La luz se reflejaba en las plácidas aguas que se entregan con veneración a la playa donde los amantes contemplan en silencio los puntos luminosos que titilan en el firmamento. Sus pies desnudos juegan perezosamente con la arena, mientras las olas lamen dulcemente sus plantas como un perrillo. En la noche de san Juan, consumieron las hogueras al hombre viejo y los malos augurios fueron reducidos a cenizas. Todo está por estrenar y en los corazones juveniles arde la llama del deseo intacta.

                                                       
                                                                       José Antonio Sáez Fernández.