sábado, 16 de agosto de 2014

EL OBISPO Y SU MÉDICO.


(El doctor don José Antonio García Ramos)

   Se viene considerando a don Gregorio Marañón como a uno de los modelos eminentes de médico humanista dentro del ensayo del siglo XX español, pero es obvio que no sólo su figura destaca en el panorama de Medicina y Humanismo de los dos últimos siglos (recuérdense, por ejemplo, las figuras de Santiago Ramón y Cajal o de Pedro Laín Entrago); circunstancia que se vería acrecentada si nos remontásemos al Renacimiento. Con la unión de esas dos palabras: "Medicina y Humanismo", dediqué yo un trabajo al doctor don José Antonio García Ramos (Fines, Almería, 1946), publicado en el suplemento "Papel Literario", del Diario Málaga-Costa del Sol, hace ya algún tiempo, en el cual daba cuenta de sus numerosas publicaciones, tanto en revistas especializadas como en libros; así como del carácter de las mismas. Posteriormente, su bibliografía se ha ido viendo incrementada con trabajos de historia de la medicina, pero también con ensayos de tipo antropológico, entre los que cabe citar sus volúmenes dedicados al estudio de los médicos almerienses de los siglos XVI al XIX o su inestimable Refranerillo de Almería, que publicamos en la colección Batarro de ensayo en el año 2005, o la medicina popular en Almería, por citar algunos.

   En el último Congreso de Historia de la Medicina, convocado por la Sociedad española de Historia de la Medicina, el doctor José Antonio García Ramos presentó una ponencia sobre el médico Antonio Abellán, natural de Guadix, quien estuvo al servicio del obispo ilustrado almeriense don Claudio Sanz y Torres hasta el fallecimiento de éste, que se caracterizó por su eminente labor en la creación de infraestructuras sociales y sanitarias en la provincia de Almería, tales como casas de huérfanos y hospitales. Fruto de la constancia en sus investigaciones fue la localización, en la biblioteca del Palacio Real de Madrid, del manuscrito del médico accitano titulado "Noticia de la fuente de aguas termales de Alhamilla. Por Antonio Abellán, Almería, 5-IV-1772". Con la ayuda del músico albojense Bartolomé Guillén Pérez, circunscrita a la transcripción del manuscrito del doctor Abellán, en El obispo y su médico, José Antonio García Ramos nos presenta un notable y documentado trabajo introductorio a la edición en el cual explicita los pormenores de las dos grandes personalidades a que hace referencia: el obispo almeriense y el médico accitano, así como lleva a cabo una valoración de su labor y la del informe que saca a la luz. No faltan las ilustraciones, entre las que destacan los excelentes dibujos del pintor Emilio Sánchez Guillermo (portada e ilustración interior), ni tampoco las conclusiones de su investigación o las referencias bibliográficas.


   La segunda parte del libro está comprendida por la reproducción del manuscrito original, firmado por el médico accitano, en donde se hace referencia a una carta sucrita por D. Lorenzo Fanares, "caballero del hábito de Santiago, coronel de los reales ejércitos de su majestad y gobernador político y militar de esta ciudad", quien solicita de Abellán un informe bastante exhaustivo sobre las fuentes medicinales que existen en el partido de la ciudad de Almería, citando especialmente los Baños de Sierra Alhamilla, en qué estado se encuentran, las enfermedades que pueden tratarse, los casos de pacientes tratados, sus observaciones médicas, los progresos logrados con los enfermos, condiciones de hospedaje y otros pormenores. La respuesta de Antonio Abellán fue el interesante informe manuscrito que aquí se da a conocer. El volumen se cierra con un esclarecedor índice onomástico (con anotaciones) y otro índice de lugares.

   Con la edición de este manuscrito que se creía perdido, el doctor don José Antonio García Ramos ha prestado un inestimable servicio a la historia de la medicina en Almería y, por añadidura, a la historia cultural de esta provincia. Su esfuerzo y dedicación a tan noble tarea  merece el interés y el reconocimiento de los mejores.

                                   
                                                                                      José Antonio Sáez Fernández.

jueves, 14 de agosto de 2014

LA BIBLIOTECA DE FERNANDO DE VILLENA.




   El escritor Fernando de Villena (Granada, 1956), extraordinario poeta y novelista, dueño de una de las trayectorias literarias más brillantes de su generación, ha sacado a la luz una obra que quizás pudiéramos integrar dentro del género del ensayo. Se trata de 127 libros para una vida (Biblioteca), publicada por ediciones Evohé; obra, sin duda, inusual, infrecuente o poco común en el panorama de la literatura española actual, la cual fue redactada entre Granada y Almuñecar en el año 2012. A mi entender, la escritura de este libro debió suponer todo un reto para el autor granadino; reto que ha superado con creces porque ha sabido estar a la altura de lo que se demandaba de él y de su talento. Así pues, el asunto se planteaba inicialmente como una demanda de selección de 127 obras imprescindibles de su biblioteca personal y, por tanto, de aquellos libros de los que él fuera consciente que habían contribuido, en forma decisiva, a su formación como lector, como escritor y como persona. 

   Lo primero que observará el lector en estas 318 páginas que constituyen el volumen a que nos referimos es que se encuentra ante un autor con una sólida formación literaria, consciente y responsable tanto de ella como de su destino de escritor. Con una sencillo esquema estructural por el que cualquier persona interesada puede moverse cómodamente y, partiendo de su infancia, nos refiere cuáles y cómo fueron sus inicios como lector de tebeos y de los "Libros de Guillermo", para, en seguida, adentrarse en la literatura antigua de Israel, Grecia y Roma a través de escritores y obras fundamentales que van desde La Biblia hasta La consolación de la filosofía, de Boecio. Quedan en medio autores como Homero, Esquilo, Virgilio, Ovidio, Horacio, Apuleyo, San Agustín, etc. Prosigue más tarde abordando la literatura medieval, arrancando en Las mil y una noches y finalizando con los autores judeoespañoles de los siglos XI y XII. En cada uno de los apartados o periodos que aborda, el escritor granadino incluye siempre aquellas obras y autores, tanto españoles como extranjeros, que le ayudaron a ser mejor persona y a formarse como escritor. Imposible hacer referencia a todos ellos, por lo que reseñaré aquí el esquema argumental de su obra que el curioso lector puede afrontar en una posible lectura de la misma.


   El apartado dedicado a la Literatura renacentista se inicia con La Celestina y declina en Camoens, tras el cual se incluye la sección dedicada a Literatura manierista, abriendo con Williams Shakespeare y concluyendo en Luis Carrillo de Sotomayor. La barroca, a su vez, va del Conde de Villamediana a la literatura francesa de Los caracteres, de Jean La Bruyère. Significativamente breve es el apartado que se dedica al siglo XVIII y más amplio el que acoge a los autores y obras del romanticismo, el cual se inicia con la Poesía romántica inglesa para concluir en las Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. A los narradores del realismo dedica también una selección de sus más provechosas lecturas; así como a la poesía simbolista y modernista, ya en el siglo XIX.
   "De las vanguardias a las grandes guerras" y "Desde el fin de las guerras hasta el siglo XXI" se ubican como antepenúltimo y penúltimo de los apartados de su esquema literario o guía de lectura; los cuales concluyen con los escritores más significativos tratados personalmente por nuestro autor, tales como Pedro Rodríguez Pacheco, Enrique Morón, Antonio Enrique o José Lupiáñez, entre otros.
   
   Así pues, 127 libros para una vida (Biblioteca) tiene mucho de guía de lectura y de canon literario personal y subjetivo, por tanto. De ese modo, no deben exigirse al autor imparcialidad, objetividad o un pretendido rigor científico; si bien de todo ello hay, indiscutiblemente, en esta obra. No se perseguían premeditadamente esos objetivos, sino que se pretendía más bien dejar a los posibles lectores el testimonio fidedigno de un escritor reconocido sobre los libros de su vida, quien, con enjundiosos comentarios y anécdotas, convierte en deleite la amena lectura de esta obra. Y todo ello con una prosa fluida y cuidada que deparará al lector curioso horas de sabroso y placentero solaz. Se trata, pues, de una obra testimonial y aleccionadora, a la que no resulta ajeno cierto afán didáctico.


                                                                                  José Antonio Sáez Fernández.

martes, 12 de agosto de 2014

LOS DÍAS DE LA IRA.






  Vivimos tiempos en que los seres humanos se han vuelto decididamente la espalda unos a otros. Nunca hubo más sistemas y formas de comunicación que ahora y nunca estuvimos tan lejos los unos de otros como ahora. Una especie de virus parece haberse extendido por doquier aislando a las personas de sus semejantes y convirtiéndolas en seres a la deriva. En torno a cada uno de nosotros hemos ido construyendo una fortaleza invisible, un espacio rodeado por doquier de silencios o ruidos imposibles de superar. Hablamos, sí, pero no nos entendemos. Pareciera que cada uno de nosotros utiliza para comunicarse un idioma distinto. En nuestro mundo hemos edificado la Torre de Babel, la Babel de todas las confusiones e incomprensiones. Cada hombre una fortaleza, cada ser una isla y un idioma distinto. A los problemas y dificultades de comunicación hemos unido la adoración de la tecnología como suprema deidad incontrovertible. Y lo cierto es que la gran diosa del consumo tecnológico nos ha dividido aún más, no ha separado y escindido hasta convertirnos en seres despersonalizados y dispuestos para ser manipulados subrepticiamente. Pocos aciertan a ver ese dirigismo que se nos ha impuesto en aras a no se sabe bien qué efectividad y en nombre de un malentendido progreso, pues más bien hemos retrocedido escandalosa y peligrosamente en nuestros índices de comprensión, tolerancia, respeto, convivencia y solidaridad; valores, todos ellos, asumidos y aceptados como pilares básicos de la sociabilidad.
   Una suerte de apocalíptico virus se expande por nuestro mundo en una crisis de valores sin precedentes, anulando las capacidades intelectivas del ser humano, reduciéndolo y cosificándolo, anestensiándolo y convirtiéndolo en alguien casi amorfo, de manera que sólo somos un compendio de deseos que buscan ser satisfechos de forma inmediata y placentera, pues huimos del dolor y del sacrificio como en otro tiempo de la peste. Los medios de comunicación de masas: prensa, radio, televisión, internet, telefonía móvil, el cine y hasta gran parte de la literatura y el arte muestran manifiestamente el abismo a que estamos abocados y al que ellos también contribuyen como inductores y colaboradores necesarios. Hacia ese abismo nos dirigen por oscuros intereses económicos, políticos y religiosos. En el control de las masas y de las mentes por ese Gran Hermano que parece no tener rostro, ni miembros ni alma, pero que se materializa en formas de dominio tan sutiles como difícilmente detectables para la inmensa mayoría que no piensa, ni reflexiona, ni medita, radica la clave de este totum revolutum, de este desajuste, inarmonía o desacorde planetario. Anuladas nuestra mente y nuestra voluntad, no somos sino reses conducidas al matadero o hacia donde "mentes privilegiadas" quieran llevarnos.
   Estimo que estamos poniendo en grave riesgo la supervivencia no sólo del planeta, sino de la propia especie humana; pues nos dirigimos sin duda hacia un mundo inviable, hacia una sociedad donde el miedo, la angustia y la insatisfacción nos garantizan una existencia de ansiedad e infelicidad perpetuas. La sociedad del bienestar puede que no sea más que un anestésico para controlar las angustias y las insatisfacciones de aquellas clases a las que mejor necesita controlar el sistema, porque en ellas bien pudieran generarse los mayores focos de rebeldía y desenmascaramiento del "Gran Hermano" controlador de mentes, vidas y destinos. Y en medio de todo constatamos a diario que nos vamos alejando cada vez más unos de otros, que cada vez somos menos dueños de nuestra vida y nuestro destino, que se nos han tendido unas redes de las que parece imposible escapar.
   Logrado el control de mentes y voluntades, anuladas voluntad y pensamiento, el virus de la intolerancia, la ambición desmedida, la corrupción, la deslealtad y el engaño se extiende por doquier de la mano de la desconfianza, el desequilibrio mental, el fanatismo y hasta la locura. Somos la masa amorfa que se mueve a voluntad de quien decide por nosotros lo que más nos conviene. Somos el sueño del animal racional, creado libre, dotado de voluntad y forjado en el propio esfuerzo. Somos la mascarada y la piltrafa que han hecho de nosotros en aras de un control eficaz de nuestra mente y de nuestro destino. Ojalá no sonaran con tamaña fuerza las trompetas del Apocalipsis, anunciando el final de un destino irrecuperable para el ser humano, basado en el conocimiento, la voluntad, la libertad y la capacidad crítica. He aquí una reflexión alarmista y desmesurada. Un análisis, sin duda, equivocado.


                                                                        José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 7 de agosto de 2014

LAS PALABRAS DEL DEMIURGO.



   Como quien lee sobre un pliego de niebla o despliega su discurso sobre el polvo que borra el viento, así Alfredo Rodríguez (Pamplona, 1969) en su último poemario Alquimia ha de ser, publicado por editorial Renacimiento de Sevilla. El suyo es un despliegue poco común; esto es: el poeta navarro no se mueve a favor de las corrientes mayoritarias al uso dentro de la poesía actual, sino que sigue una trayectoria personal; y ello, aun habiendo mostrando concomitancias en libros anteriores con ciertos poetas como pueden ser José María Álvarez o Julio Martínez Mesanza. Pero a mi entender, en este último libro, el autor va más allá que en sus predecesores y se adentra en una trayectoria que le conduce al encuentro de una voz y un estilo propios. Muestra, así, cierta fascinación por las filosofías hinduísta y budista, por la teosofía y el gnosticismo, por el medievalismo y el mundo antiguo.
 
   La palabra poética de Alfredo Rodríguez surge con la transparencia de quien ha sometido al idioma a un proceso de depuración y sus versos bien medidos tienen el ritmo y la musicalidad de quien posee buen oído. Entre ellos abundan los endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos. Sus metáforas e imágenes tienen la belleza original y deslumbrante de quien se toma la poesía muy en serio. Sus muy trabajados textos, de extensión breve y mediana, nunca extensos, parecen hilvanados con la precisión del orfebre o del alquimista. Estamos ante un poeta que se remonta a los orígenes, que indaga en el nacimiento último de la palabra poética y sucumbe ante la luz cegadora de la belleza, la cual hace coincidir con un alumbramiento espiritual. Pues, en efecto, Alquimia ha de ser es libro que encierra una gran preocupación espiritual, dicho esto en sentido amplio y muy lejos del raquitismo semántico al que algunos parecen querer reducir el concepto. El sentido reduccionista a que aludo queda aquí superado por la incursión en territorios de diversas religiones, filosofías, literaturas y culturas en general. Podría decirse, si acaso, que ese sentimiento de búsqueda espiritual es tan abierto que limita con la heterodoxia. No faltan los guiños a poetas como don Francisco de Quevedo y a su soneto "Amor constante más allá de la muerte" (así lo nombró Dámaso Alonso, que no Quevedo): "El desprecio al dolor y el desprecio a la muerte/ como todas las cosas/ vanas, urgía sus preparativos,/ porque era en la memoria en donde ardía" (p. 50).


   Remontándose a los orígenes del saber, el poeta se adentra en el misterio y en la magia de la palabra poética, sintiéndose heredero de una remota tradición cultural a través de la cual sus antepasados buscaron en el conocimiento la fuente de eternidad equiparándose a los dioses. Discurso, pues, el suyo para iniciados e iluminados que vengan a dejarse llevar por las aguas primigenias de un bautismo que inicia a los hombres en el sendero del saber, del encuentro consigo mismos y de la felicidad, en suma. Conocimiento y eternidad, saber y misterio, magia y estudio se dan la mano aquí con un lenguaje semiprofético en el que el poeta actúa como un médium. Merecer la poesía, merecer la palabra poética, adentrarse en el conocimiento parecen ser algunas de las claves; puesto que lenguaje y conocimiento están íntimamente vinculados.

   Al lector, inmerso entre tantos poemas hermosos, le costará trabajo elegir el más significativo. Basten estos versos iniciales como prueba de cuanto afirmo: "Qué suerte el que de ti no se enamora,/ pues no tuvo señor a quien rendir sus cuentas,/ su azarosa vida con tal hechicero encanto/ que pudiera beberse en abundancia" (p. 19). Sin duda, nos encontramos ante un gran libro de poemas; si pequeño en formato, más grande en ambiciones.


                                                                 José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 4 de agosto de 2014

SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO.



(Venus y Marte, de Botticelli)



   Acaso un cuerpo desnudo pudo, extendido en la arena, atraer las miradas indiscretas de quienes languidecían expuestos al sol y a merced de sus rayos. Acaso aquel cuerpo esculpido no fuese sino el refugio de alguna diosa o de algún dios metamorfoseado que mendigaba las pupilas fascinadas de algunos seres extraviados, aquellos que deambulaban por la playa recogiendo conchas marinas, piedras traslúcidas, hermosas piedras de azul, cristalizadas. Si un cuerpo se inclina, si una mano se extiende para tocar la espuma, si unos pies desnudos aciertan a jugar con las olas de la orilla, si unos muslos se adentran voluptuosamente en las aguas como las soberbias columnas de un templo que emerge del fondo del mar y se erige, majestuoso, en el aire hasta tocar el cielo y el sol abrasador es que, ciertamente, hay una diosa o un dios que anda ebrio cortejando los perfiles somáticos de los humanos.
   Un ciego intuye la armónica proporción de los miembros besados por la brisa, mide cada una de las ondulaciones de la espalda y se insinúa en todas y cada una de las cadencias del cuerpo esculpido, expuesto como el de un cristo amortajado bajo la luz cegadora del verano, un cristo en cuidadoso descendimiento, acogido por las manos de quienes suspiran, anhelan y gimen por la desventura de una juventud dilapidada o para siempre perdida. Acaso los perfiles de ese cuerpo lánguido apetezcan los dedos acariciantes de aquellos que los miran con las menguadas pupilas de la melancolía y anhelen la resurrección prometida de la carne invicta. 
   Un dios desciende hasta la orilla en las alas de una gaviota lejana, de espaciado vuelo. Es blanco, tal y como la sábana de un sudario, el aire traslúcido o la sal deslumbrante que se deja ver entre las rocas, las cuales vienen a ser lamidas por la espuma de las olas que exigen su entrega antes de dejarse invadir por ellas. Bien pudiera ser un acto de sumisión y abandono, un espacio dispuesto a la conquista. En tus manos me dejo y me confío a tu destreza y sabiduría, delfín majestuoso que te deslizas entre las aguas con semejante gracia, navegando al costado del gran cetáceo que expulsa el aire en el hondo resoplido de su enorme pulmón, como un brazo de mar, como una lanza de agua dispuesta a herir el pecho de las nubes que se disipan y pasan sin volver la mirada.


                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.