miércoles, 30 de julio de 2014

ALAZÁN DEL VIENTO.





Inmerso en la vorágine de los días, acierto a entender que éstos son deglutidos por el túnel oscuro del tiempo con tal voracidad que apenas si soy consciente de ellos o puedo rozar con las yemas de mis dedos algo de la esencia que dejan a su paso, prácticamente inaprensible. Vuelan los días como pájaros que pasan ante nuestros ojos apenas un instante hasta que los perdemos de vista o se difuminan en el horizonte de las pupilas abiertas que desean retenerlos. Pero he aquí que nada ni nadie puede ser retenido en ese fluir del tiempo, en este deambular del tránsito que es estar de paso por la vida, en las jornadas que nos tocan en suerte. Se suceden las horas y los días, la mañana y la tarde, las semanas, los meses y los años dejando en nosotros el sueño de la vida, la sensación de que el tiempo, siempre fluyente, se nos escapa de las manos y huye dejando tras su tránsito una sonora carcajada, como si se burlara de nosotros y nos invitara a correr inútilmente tras él, al igual que en el episodio mitológico de Apolo y Dafne (Apolo persigue a Dafne intentando atraparla, pero cuando lo consigue, ésta se convierte en árbol). Algo así nosotros y nuestra vida corriendo en pos del tiempo que no podemos retener. En efecto, pareciera que el tiempo se mofa de nosotros sabedor de los efectos, con tanta frecuencia devastadores, que su devenir conlleva.
   Ante el paso del tiempo, prácticamente nada podemos hacer; salvo engañarnos a nosotros mismos o fingir que lo ignoramos. Siempre puede con nosotros ese vendaval que pasa y más que pasar, vuela y se escapa o corre, fugitivo, perdiéndose en la noche de la memoria, dejándonos sólo la sensación de su ida, la huella intangible de que a un instante fue y a otro se esfumó en la nada. Aliado de la muerte y sus derrumbes, sopla y vierte al polvo las obras de los hombres o amontona las cenizas perfilándolas como la arena se cierne sobre la dunas o hace dorado el espejismo del oasis en el desierto, extendiéndose sobre las playas donde vienen a sestear al sol los cuerpos juveniles de los bañistas en la justificada arrogancia del instante que duramos.
   Somos los devorados por el tiempo. Somos indefensos burladores burlados por el tiempo inaprensible. Y ante el panorama de la desolación presente, puede que sólo nos redima la memoria, santuario humano de la dignidad, y el recuerdo de lo que fuimos, asidero único que nos enfrenta a un devenir que escapa a nuestro control.


                                                                            José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 24 de julio de 2014

PEDRO M. DOMENE: "LAS RATAS DEL TITANIC".




   Soy de la opinión de que escribir literatura infantil encierra una doble dificultad. Y ello porque la buena literatura escrita para niños no florece por doquier. El niño, aunque no lo parezca, es un lector exigente y cuando tiene en sus manos una publicación destinada a su edad sabe discernir perfectamente si aquel producto es de su agrado o no, si aquello que se le ofrece lo estima ameno, divertido, atractivo, distraído, entretenido, sorprendente, interesante, impactante, escalofriante,etc. No creo que haya muchos escritores conscientes de la responsabilidad que contraen al pasarse, con cierta ligereza, al cultivo de la literatura infantil. No obstante, siempre ha habido y habrá autores de una fina sensibilidad para contactar con la curiosidad infantil, con su capacidad de sorpresa y de asombro, con su abierta disposición a empaparse de cuanto suscita su interés.

   El escritor y crítico Pedro M. Domene (Huércal-Overa, Almería, 1954) ha publicado, hasta el momento, las siguientes obras de literatura infantil y juvenil: Después de Praga nada fue igual, (editorial Algaida, 2004, 1ª ed. y 2008, 2ª ed.), Conexión Helsinki (Algaida, 2009) y recientemente, Las ratas del Titanic (e.d.a libros, 2014). Abundantes son también sus ediciones y antologías de narradores, así como sus estimados ensayos sobre el género novelístico, el cuento y el microrrelato.


   Las ratas del Titanic es un libro de literatura infantil que se lee con amenidad y agrado. En él, la realidad histórica se combina con la fabulación a través de dos discursos paralelos: el de la gente que viajaba en el trasatlántico y el de un grupo de ratas que se embarcan a escondidas en él en busca de una tierra de promisión, representada por los Estados Unidos. Hábilmente, se van mezclando en el relato los hechos reales (mundo de los humanos y del trasatlántico) con los que son producto de la imaginación y de la fantasía (mundo de las ratas) y, aunque pareciera que el segundo está supeditado al primero; en realidad no es así, ya que los verdaderas protagonistas del relato son los roedores. Ellos actúan siempre temerosos de ser descubiertos y son observadores curiosos de la conducta humana, tratan de disfrutar con la travesía al igual que los seres humanos, son recelosos y desconfiados, están bien organizados y a ellos se atribuyen cualidades que en principio deberían ser más propias de las personas: así, la generosidad y el altruismo, el sentido del deber y la responsabilidad, el amor y la admiración, el respeto y la prudencia, el sacrificio y la abnegación. De tal modo, el escritor es consciente de la educación en valores que transmite solapadamente a las generaciones más jóvenes, a pesar de que, en la vida real, las roedores no son siempre considerados como animales amistosos, sino más bien huidizos y repulsivos para muchos humanos. No obstante, las ratas que protagonizan esta historia son seres humanizados y resultan totalmente amigables para el lector; si bien mantienen la distancia respecto a los humanos, de quienes recelan. Incluso, los roedores superan a las personas en su instinto del peligro que se cierne sobre todos los que realizan placenteramente el viaje a bordo del trasatlántico, ignorantes de la amenaza que se cierne sobre sus vidas.


   Evidentemente, hay una labor de documentación necesaria sobre la historia del Titanic y su naufragio, previa a la redacción de la novela. Por otro lado, las ilustraciones siempre oportunas de la catalana (de Cornellá, Barcelona) Caty García, diseñadora gráfica y de moda, reúnen el encanto y la ingenuidad precisos para captar el interés de los lectores más jóvenes, así como para provocar en ellos la curiosidad y estimular su imaginación.

   De este modo, Pedro M. Domene se muestra ante sus lectores como un escritor sensibilizado, no sólo con la necesidad imprescindible de difundir la importancia de la lectura entre las nuevas generaciones, tarea que le ha ocupado gran parte de su vida profesional, sino también como diestro conocedor del oficio de contar historias. Y, sin duda, Las ratas del Titanic bien pudiera constituir una de esas atractivas historias para los lectores más jóvenes.


                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 21 de julio de 2014

MAESTRO Y DISCÍPULO: CONVERSACIONES ENTRE ALFREDO RODRÍGUEZ Y JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ.




Que un joven poeta muestre su admiración hacia quien considera su maestro no parece resultar nada extraño. Si además ese joven poeta es capaz de entrevistar sagazmente a su maestro y sabe extraer de la experiencia y oficio  de este último toda la enjundia de que son capaces tanto el aprendiz con sus preguntas como el maestro con sus respuestas, eso parece ya tarea más que loable. Algo de todo ello creo que hay en el volumen de Alfredo Rodríguez (Pamplona, 1969), quien en Exiliado en el Arte. Conversaciones en París con José María Álvarez provoca en el poeta murciano, vinculado a la generación de los Novísimos, una suerte de desvelamiento de muchas de las claves que encierra no sólo la obra poética del autor de Museo de cera, título que contiene la mayor parte del devenir poético del cartagenero; sino también su vida y su pensamiento en relación con la cultura, el arte, la belleza, la política, las ciudades de su vida, la literatura, etc.
En el libro, Alfredo Rodríguez se muestra como el perfecto conocedor que es de la poesía de José María Álvarez (Cartagena, Murcia, 1942), aunque ello no signifique que no explicite repetidamente su devoción por la obra, el pensamiento y la persona de quien se considera discípulo. Y lo hace con sana franqueza y hasta con cierta ingenuidad en ocasiones, lo cual dota de autenticidad a sus preguntas, las cuales son respondidas siempre con larga sabiduría e inteligencia no exenta de ironía. 

Las cuestiones muestran, por parte del entrevistador, un vasto conocimiento de la obra del poeta de Cartagena, como ya apunté, y en la mayor parte de las ocasiones son certeras en su alcance; si bien el entrevistador se permite espacios para aliviar la carga conceptual que puedan tener las repuestas en algunos casos.Sea como fuere, el libro se lee con amenidad y ligereza y ni que decir tiene que resulta altamente ilustrativo para quien desee acercarse tanto a la vida, como a la obra o el pensamiento del poeta murciano, quien ha elegido la ciudad de París como residencia en una suerte de exilio desde el que se conduce a otras ciudades como Venecia, Alejandría o San Petesburgo en busca de la aristocracia de la belleza y el arte. El poeta navarro deja ver la fascinación que le causan tanto la obra como la persona de José María Álvarez, una fascinación que resulta bien justificada y razonada en el libro. Algo de refinamiento o de dandismo, de liberalidad y aristocracia se deja ver por entre las respuestas del maestro, sagaz y atrayente en unos argumentos no exentos de originalidad.

Formalmente dividido en cinco apartados más un preludio titulado "El hombre exiliado en el arte", que va firmado por el autor a manera de justificación, tanto del título del libro como de la obra en sí misma, en él se nos muestra a una personalidad libre de nuestra poesía actual, viajero y lector empedernido, amable con sus amigos, culto, elegante, curioso e impredecible en su conducta. Las entrevistas que acoge el presente volumen tuvieron lugar en París durante el mes de enero de 2009 y se conciben como una continuación necesaria de su anterior libro de entrevistas, publicado con el título de Al otro lado del espejo (Conversaciones ordenadas por Csaba Csuday).

                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.



Alfredo Rodríguez: Exiliado en el Arte. Conversaciones en París con José María Álvarez, Sevilla, Renacimiento (Col. Los Cuatro Vientos, núm. 73), 2013, 260 pp.

domingo, 20 de julio de 2014

EL INTIMISMO POÉTICO DE ANTONIO ENRIQUE.




   Quienes hemos venido siguiendo la trayectoria poética de Antonio Enrique (Granada, 1953) desde aquel discurso de exaltación sensorial de sus inicios, donde desplegaba una estela barroca tan brillante como única en la poesía española de las décadas de los 70 y los 80 del pasado siglo, hemos podido comprobar cómo aquel discurso inicial se ha ido depurando y esencializando hasta dar con éste mucho más intimista y decantado de su último poemario, El amigo de la luna menguante. El poeta y novelista granadino presenta ante nuestros ojos todo un decir de esencias, lejos ya aquella poesía sensual y deslumbrante de sus primeros títulos. No se trata ahora de exteriorizar, sino de imbuirse, de llenarse, de dejarse hacer. Ello supone una actitud por parte del poeta, que es la del vaciamiento interior, para llenarse de lo esencial externo que nutre el espíritu. Así, resulta fundamental la comunión con la naturaleza y la hermandad con las criaturas que comparten su hábitat con el ser humano. Árboles, ríos, fuentes, aguas, criaturas todas que llenan de luz y vida el entorno en que habitamos, pues todos formamos parte de esa comunión en la que todo se resiente si alguna parte sufre alteración. Todo, pues, afecta al todo y a cada una de las partes.
   El intimismo a que aludo ha venido adueñándose progresivamente de la poesía de Antonio Enrique, la cual se ha ido decantando y esencializando, progesivamente, a lo largo de las últimas décadas hasta dar con el hueso, el meollo o el tuétano de la dimensión trascendente en cualquier ser humano. Hace falta, sin duda, haber dispuesto el alma para tal cometido, haberse visto envuelto en un proceso de desposesión interior, tal y como si se tratara de las vías ascéticas en un proceso espiritual heterodoxo.


   Hay, pues, lucidez y ejemplaridad en estos textos líricos que invitan al sosiego y a la armonía interna. El desasosiego, cuando asoma, es para constatar el dolor, la crueldad y la demencia humanas, como en el estremecedor poema inicial "Los ojos de la perra"; el animal dolorido e indefenso, maltratado cruelmente, que va a ser quemado por un grupo de desalmados: "Hoy he visto a Dios/ en los ojos de una perra./ Ni se movía,/ apaleada;/ no se movía/ porque habían querido quemarla./ Quemarla porque sí,/ por diversión" (p. 11). Y tras el "Prohemio", la primera parte lleva por título "Arco de las ardillas" y consta de ocho poemas; la segunda es "Delicias del estío", con once textos; la tercera, "Viene gente", también con once; la cuarta, "Madre Tierra", con otros once; la quinta, "El Valle del Caracol", con ocho textos y, finalmente, una "Despedida en Isleta del Moro", con dos textos: el primero de ellos dedicado a los poetas granadinos Luis Rosales y Javier Egea, aunque sólo de este último nos queda constancia que pasara un tiempo en este lugar privilegiado del Cabo de Gata, en Almería, donde escribió parte de su libro "Troppo Mare": "Mi amigo Javier Egea estuvo aquí./ Y contó las olas una a una/ sin saber que cada una/ era un instante menos que le restaba de vida./ Luis Rosales nunca estuvo aquí,/ pero yo os lo cuento./ El mar, Luis, es la felicidad" (p. 81).

   El amigo de la luna menguante es, así, un libro de esencias e interiorización. Mas esto no quiere decir que no participen en él los sentidos, especialmente el de la vista ya que, en buena medida, algunos de los textos semejan fotografías instantáneas recuperadas a través de la memoria. Hay percepción, apercibimiento, captación de cuanto rodea al poeta en su contacto con la naturaleza; pero hay también estados de alma, comunión armónica del espíritu con lo creado, en la conciencia de que formamos parte de un todo con el que hemos de vivir en armonía y en el que residen las claves que dan sentido a nuestro ser y estar en el mundo. Dicho de otro modo: Una aspiración a que nuestro tránsito por este planeta se produzca sin dejar huellas significativas que deterioren un legado que hemos de transmitir a quienes nos sucedan.

                                                                          José Antonio Sáez Fernández.

Antonio Enrique: El amigo de la luna menguante, Barcelona, Ediciones Carena, 2014, 83 pp.

miércoles, 16 de julio de 2014

"CAZA MAYOR", DE MANUEL MOYA.





   El poeta, novelista y traductor Manuel Moya (Fuenteheridos, Huelva, 1960) ha sacado a la luz un volumen de microrrelatos titulado "Caza mayor", publicado por la editorial tinerfeña Baile del Sol. La narrativa del onubense se despliega en títulos como "Regreso al tigre" (1999) y "La sombra del caimán" (2006), ambos de cuentos; así como de las novelas "La mano en el fuego" (2006), "La tierra negra" (2009), "Majarón" (2009) y "Las cenizas de abril" (2011), premio Fernando Quiñones, publicada por Alianza editorial y traducida con éxito al portugués.
   El volumen objeto de este comentario viene presentado como el primero que el narrador dedica íntegramente al subgénero del microrrelato. Ya de entrada, el título del volumen (aceptada la ironía con que el mismo escritor ha querido dotarlo) puede despertar cierta curiosidad en el lector en cuanto al juego de antónimos y por la paradoja que supone el "mayor" del título y la esencia misma del término o del concepto "microrrelato". No obstante he de aclarar que, a mi juicio, lo del adjetivo del título viene dado por la trascendencia y la significación que el autor concede a este subgénero narrativo, que para él no representa para nada un género menor o inferior, dada la gran maestría y dificultad que encierra escribir textos tan elaborados como los que contiene este libro.




  No hemos de dejar tampoco a un lado el carácter experimental que el género posee, porque todo microrrelato supone una provocación y un reto a la inteligencia del escritor, primero, y del lector después. Experimentación y análisis son los dos perfiles básicos sobre los que discurren los textos de Manuel Moya quien, por otra parte, afirma: "De hecho, este libro pretende, no sólo desdeñar las orillas del género, sino en lo posible, habitarlas". ¿Significa esto que el autor ha querido "bordear" la frontera, situarse en los límites del género con ese afán indagador, forzando los cánones con el fin de provocar tanto a críticos como a lectores? Lo que resulta obvio es que Manuel Moya, además de provocar al lector, no parece amigo de cánones, dogmatismos o pontificados y sí un escritor bastante preocupado por ese proceso de búsqueda personal que conlleva abrir nuevos caminos a la literatura o, al menos, de experimentar con ellos. Sólo en la experimentación de los límites es posible el hallazgo. No cuadra con él la etiqueta de "escritor acomodaticio". Nada más lejos de su escritura y de la exigencia que demanda de sus lectores.
   "Caza mayor" es un caleidoscopio de relatos, un puzzle donde las piezas encajan a la perfección. En su enorme diversidad caben las recurrencias y los vínculos laberínticos, así como las subterráneas coincidencias entre algunos textos, como bien señala el mismo autor. En ese lúdico mestizaje, que afecta tanto a los temas como a la forma de los relatos, dentro de la exigencia inexcusable de la brevedad; el lector irá de unos textos a otros leyendo con verdadera fruición, recreándose inmerso en el gozo de la lectura y reparará, sin duda, en la alta calidad de los mismos; así como en un escritor cuya valía está sobradamente contrastada.

Manuel Moya: Caza Mayor, Tenerife, Baile del Sol (Col. Sitio de Fuego, 137), 2014, 202 pp.

domingo, 13 de julio de 2014

LAS MURALLAS DE JERICÓ.

  

 "Dios del ser, -dijo en voz baja, casi susurrando-, todo se derrumba ante mí", como si quisiera que nadie lo escuchase ni supiera de las más hondas preocupaciones que embargaban su alma. "Todo cae y se desmorona, hasta aquello que consideré más firme y sólido, los cimientos que me erigían sobre la tierra y mantenían incólumes tanto mis piernas como mi orgullo, las raíces más hondas de mi ser y estar en el mundo, mis más firmes convicciones... Todo se desvanece a mi alrededor, todo es caduco y perecedero, todo polvo, humo, sombra, nada".
   Y en percibiendo que así era, bajó de su pedestal, hundió sus pies en el barro que la lluvia había dejado por doquiera y se arrodilló en él. Genuflexo, reclinada su cabeza, hincó entonces sus ojos en la tierra primigenia, quiso luego tomar del mismo barro en que se hallaba inmerso y lo fue restregando contra sus mejillas, en su frente, en los brazos desnudos, sobre el pecho y el espacio de sus piernas que aún restaba por embadurnar. "Nadie hay que acuda en mi apoyo, nadie que alivie mi desazón, nadie que me regale con palabras compasivas que dulcifiquen la congoja de mi corazón. Han abandonado los pájaros el nido en que nacieron al calor de los días suaves de la primavera y del verano. Desde mi atalaya los veía ensayar el vuelo, azuzados por sus progenitores. Aprendieron a volar y se han ido, Señor, todos se han ido dejándome solo en este trance de los vencidos por el tiempo, ahora que los achaques revierten sobre mi cuerpo como la ventisca y el aguacero que asolan los sembrados. 
   Todo es invierno en mí. Todo yo, invierno. Más temprano que tarde, el hombre ha de enfrentarse solo a su destino. Y yo estoy ante ti, dios de los vencidos por el tiempo, esperando tu brazo poderoso que me eleve del barro en que voluntariamente he querido sumergirme. Pues polvo soy, tierra soy, ceniza en el viento soy; pero polvo, tierra y ceniza tuyos. Sea mi bautismo en el barro, mi resurrección desde el barro, mi aspiración de eternidad para el barro amasado con las aguas que hiciste caer desde un cielo oscurecido que hace acopio de nubes. Aquel que se hizo fue deshecho y quien se supo fue ignorado. Quien se irguió sobre el trono y quien labró con humildad la tierra para hacerla fructífera, quien tomó de los frutos para saciarse y aquel que los regó con su sudor. Así yo, dios del ser y del saber, me abandono a tu suerte con la fe del vencido que se deja hacer, ahora que es de noche y mi mirada se enturbia hasta difuminar definitivamente tu rostro sobre mi.


                                                                        José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 7 de julio de 2014

ALBRICIAS DE VERANO.







Llega el verano con su alarde de exuberancia y las galas de los cuerpos semidesnudos de las muchachas en flor, quienes juegan a romper las olas acariciantes con sus pies descalzos, junto a la orilla de la playa, o se tienden al sol -sus miembros dorados sobre la arena-, ante la mirada oculta de un dios que, complacido, las observa con deleite. El verano supone el triunfo de los frutos y las formas; es, en realidad, él mismo, un árbol frutal que se desborda y desparrama pródigo; la eclosión y la abundancia, la bebida efervescente de efímeras burbujas que ascienden en la copa hasta desvanecerse. El verano es la apariencia y aquello que se ofrece a los sentidos como atrayente, accesible a las manos con sólo alargar los dedos y cogerlo, como fruta que se lleva a la boca y es mordida con fruición. El apetitoso bocado que sacia apenas se degusta.
   Llega el verano creando en las gentes la ilusión efímera del triunfo de la carne, de los gozos de la vista, de la ilusión y el sueño, del esplendor y el solaz bajo la apariencia del astro que todo lo conquista, vivifica y subvierte en nosotros, los que nadamos en superficie. Porque el verano es la apariencia que invita al disfrute y, apenas alcanzado, se esfuma dejando entre los dedos y las manos el fulgor del cuerpo deseado. Los veraneantes son seres que van de paso, como todos nosotros por la vida. Y van con la ilusión de la felicidad efímera que ha de depararles un lugar, el oasis, el paraíso perdido que jamás fuera hallado o recuperado. El verano depara la ilusión del encuentro y, en ocasiones, salta una chispa de luz, un fogonazo, la estela que marcan en el cielo los fuegos artificiales. Fuimos, en verdad, felices, mientras duró la feria de las vanidades. Necesitamos creer que lo fuimos para seguir viviendo más allá de los fuegos de artificio. 
   Goza el instante. Disfruta del momento: "Coged de vuestra alegre primavera/ el dulce fruto, antes que el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre" -que nos dejara escrito el poeta de la melancolía, el dulce Garcilaso de la Vega, quien en su soneto invita a la joven a vivir intensamente su juventud, pues la sabe efímera-. El verano es la estación báquica y dionisíaca del desafuero y la desmedida, del dispendio y el derroche, del atrevimiento y hasta de una especie de rara y curiosa demencia que raya en el fingimiento de lo que no somos y quisiéramos haber sido o conseguido. El verano es la cresta de la ola. Y eso es también la vida en su apogeo: el sentimiento vitalista que nos instiga.



                                                                        José Antonio Sáez Fernández.