sábado, 28 de junio de 2014

UNA PERSPECTIVA SOBRE LA POESÍA DE MARTÍN TORREGROSA (I).



   Amigo Martín: Henos aquí convocados por la gracia de tu palabra vibrante, sonora y solidaria. Nos abrazas con ella. Te das a manos llenas y nos has ofrecido, de paso, una lección de verdadera, de auténtica poesía. Ya parecías advertírnoslo en tus entregas anteriores: Lazos de sangre, Azul es el color de los desheredados, Setecientos versos para Maindra y ahora esta brutal sacudida que es El tren de la lluvia, pues entiendes que tu obra anterior forma parte de tu “prehistoria poética”, llamémoslo así. Menudo ejemplo nos has dado con esta forma de desangrarte ante nosotros, paisano. Nos has dejado casi sin palabras, sobrecogidos, enmudecidos ante la evidencia de tu palabra crucificada, exhalando el último aliento de una era de incertidumbres en la que agonizan las estrellas bajo la contaminación lumínica. Andamos entre tus versos con escalofríos, tiritando ante el estupor que nos provocan tus palabras desnudas y verdaderas, como envueltas en los sudarios de la solidaridad, de la belleza y de la hondura en este tiempo sin tiempo que va y viene del desamor al desamparo.





Naciste, como yo, en 1957 y vamos tras los 57 en este año en que ven la luz los dos extraordinarios libros tuyos que ahora presentamos. Tu vida ha estado marcada por tu trabajo como emigrante en Suiza y tu trabajo en la construcción en nuestra tierra. Esta dura experiencia vital y laboral te ha proporcionado un bagaje existencial que tú has sabido trasmutar en un lenguaje poético desgarrador y pletórico de hondas emociones, de belleza y serena tristeza. Has sabido imbuir a tus lectores en esa carga emocional con que envuelves tus poemas y contigo hemos entendido del amor y del desgarro con que sientes tu tierra, siempre digna y hermosa ante tus ojos y en tus textos. Dispensa si nombro, pese a tu advertencia, tu primer libro Pasos de tierra, con que allá por el año 1988 te mostraste como poeta a la luz pública. Por él supimos de tus hondas raíces en esta tierra a la que se abrieron tus ojos y de tu profundo amor por ella. Respeto tu opinión sobre esta primera entrega, y aunque llegó inmersa en la fuerza y la ingenuidad de quien se inicia y da rienda suelta al caudal de emociones que lleva dentro, sé apreciar en ella esa sobria dignidad que la caracteriza. Vino después Lazos de Sangre, un hermoso y muy digno poemario que fue publicado en 1997 por el Instituto de Estudios Almerienses, de la Diputación provincial de Almería. Nos llegaba con el aliento de Blas de Otero, de Miguel Hernández, de Pablo Neruda y de César Vallejo; pero tu poesía mostraba ya una voz personal. El libro venía abalado por el I Premio “Jornadas por la Paz”, de Zurich (Suiza), otorgado por la Misión Católica Española. Ya despuntaba en él un solidario acento marcado por el drama de la emigración. Diste, sin duda, el gran salto hacia la consolidación de tu obra poética con un libro que a todos los que nos consideramos lectores atentos a tu evolución literaria nos sorprendió muy gratamente y a algunos hasta nos entusiasmó. Se trata, como bien sabes, de Azul es el color de los desheredados, que llegaste a publicar en la editorial madrileña Huerga y Fierro en el año 2004. Se trata de un libro muy logrado en el que, de nuevo, dabas muestras de tu compromiso cívico, ético y solidario con la dignidad humana. Mucho habría que hablar de él en cuanto a sus logros formales, temáticos y a ese límpido idioma castellano que utilizas y que desvela sus secretos a las buenas gentes que no lo corrompen, como hoy no suele ocurrir con el uso interesado, manipulador y egoísta por parte de tantos. Se trata de esos seres transparentes, casi diáfanos, que han puesto en el trabajo y en la honradez su más alta divisa y que usan la palabra como algo sagrado, pues ella es portadora de los deseos, las emociones y los sentimientos más nobles y más dignos. "En el principio era el Verbo" -comienza el evangelio de san Juan-.


                                                                        José Antonio Sáez Fernández.
                                                                                  (Continúa).

UNA PERSPECTIVA SOBRE LA POESÍA DE MARTÍN TORREGROSA (y II).




  Setecientos versos para Maindra es un libro de poemas de amor escrito por Martín Torregrosa a petición de su hija Alba, el cual se propuso escribir como un reto y una necesidad de mostrar ante sus lectores una faceta bien distinta a la del poeta comprometido con que solemos identificarlo. Y creo que superó la prueba con alta calificación, pues de no haber sido así, entre otras cosas, el poemario no hubiese aparecido en la editorial Renacimiento de Sevilla. Al publicarlo, el sello editorial sevillano hace una apuesta por el nombre y la obra poética de Martín Torregrosa y está claro que no se equivoca. En el libro el poeta nos conduce de la mano del amor, el recuerdo y la melancolía como íntimas vivencias que van desde la pasión al desasosiego y a la comunión con el otro. Toda una evolución de la relación amorosa vista desde un prisma óptico personal y ungido de una dulce y serena tristeza, esa que parece acompañar al poeta a lo largo de estos setecientos versos, formando parte indisoluble de su ser y estar en el mundo. Un sentimiento arraigado en éste, y creo que en todos los libros de Martín. Se trata de una visión del amor como tabla de salvación de los muchos naufragios a que el mar proceloso de la vida nos somete. Un libro de emociones y sentimientos prístinos que invita a la sintonía entre autor y lector, imbuyendo a este último en una especie de ámbito sentimental o de comunión emocional abductiva. 


   Pasa El tren de la lluvia ante nuestro ojos entre arrobos de lágrimas. Son las lágrimas de los que se despiden en la estación de sus seres queridos, las lágrimas de los que han de abandonar su tierra en busca de otras espacios de promisión, dejando atrás las gentes y los lugares que amaron, separándose de ellos como la uña de la carne, según reza en el Cantar de Mío Cid que el caballero hubo de dejar a su mujer e hijas cuando partía hacia el exilio. Pasa ese tren dejando tu corazón compungido por el desvalimiento de los indefensos, de los desprotegidos, de los desheredados y los expatriados. Vendrá un día en que las gentes de nuestra tierra no tendrán que coger más ese tren del desgarro más íntimo para ir en busca del pan a otros lugares, porque habremos transformado esta tierra en una tierra de acogida, en geografía habitable donde edificar y construir un futuro de esperanza para las nuevas generaciones.

   Amigo Martín, yo he querido hoy poner mi voz junto a la tuya con toda la humildad de que soy capaz. Me siento casi abrumado e impactado por la belleza magnífica de tus últimos libros, estos que hoy presentamos ante las gentes de nuestro pueblo. Creo que nos has hecho un regalo excesivo. Hemos de confesar que no esperábamos tanto ni de forma tan sobrada, pródiga y abundante. Todo un caudal de emociones desbordadas y magníficamente encauzadas en la horma de la palabra, con un castellano tan sobrio como elegante y dúctil. Sin duda, no puede hablar así, cantar así, decir con semejante voz y acento deslumbrante sino aquel a quien le ha sido conferida la gracia revelada por esa rara lucidez que emana de una sensibilidad excepcional. Y qué abundancia no debe anidar en ti, pues que así nos deslumbras con semejante carga y nos hace titubear, vacilantes y sorprendidos, ante lo que nuestros ojos ven y nuestros oídos escuchan.

  Pero tu poesía no deja embargados en la melancolía a nuestros corazones, pues sabe ir más allá, sin duda imbuida por una sana ambición de construir sobre el dolor históricamente acumulado, almacenado sobre generaciones de gentes y familias escindidas por la necesidad. Y es que en tus versos alienta una poderosa llamada a la solidaridad, al hermanamiento entre los seres humanos, como única forma de conquistar un futuro de esperanza y de paz para nosotros y las generaciones venideras. Desciendes a ejemplos de desamor lacerante y tu voz se remonta en el aire embistiendo contra la injusticia y la insolidaridad. Vas de la mano de poetas comprometidos con la verdad y la justicia. Nada hay más hermoso, ni más noble, ni más humano que el hermanamiento contra la sinrazón, el infortunio y la desgracia o el compadecerse y gritar contra la miseria. Tú lo haces y con qué hondura, amigo Martín Torregrosa; poeta, ni más ni menos.

Has de saber que tus paisanos te agradecemos de todo corazón el hermoso legado que dejas a la literatura de tu pueblo, un pueblo de comerciantes, de gentes emprendedoras que, al haber nacido en una tierra hosca y sin duda arisca, han de salir al mundo en busca del sustento para ellos y los suyos.

   Martín Torregrosa es un poeta comprometido en el más digno sentido que esta palabra encierra para mí. Comprometido con las causas más nobles que son aquellas que están vinculadas con los desamparados frente a la injusticia y el desamor del mundo; comprometido con la verdad y con la solidaridad, de modo que  es la suya una voz que clama contra la desigualdad y el egoísmo atroz que nos envuelven. Y es también un poeta compasivo, cualidad esta que no es propia de corazones débiles sino de corazones abundantes y generosos. Nada más grande que el corazón del poeta, donde caben el mundo y los hombres en comunión absoluta. Nada más humano ni más libre que la voz del poeta tronando en la tormenta de una sociedad acomodaticia que mira hacia otra parte para no ver lo que no quiere ver. Pero los ojos del poeta están alarmantemente abiertos y miran, a menudo con espanto, la realidad más próxima. Por la justicia social está el poeta a cuya obra queremos hoy dar la bienvenida. Tanto Lazos de sangre, como Azul es el color de los desheredados, como El tren de la lluvia forman una trilogía sobre el fenómeno de la emigración, tema que, en principio, pareciera que poco ha de tener de poético. En efecto: nadie deja su casa, a sus seres queridos y a su tierra para ir en busca de un futuro mejor sino es a través de un íntimo desgarro y de una honda tragedia. En los trenes viaja todo el dolor del mundo y El tren de la lluvia no es otro que el tren de las lágrimas de quienes se vieron obligados a dejar su patria y su gente para ir en busca de una vida digna. Como escribe el poeta: son trenes que viajan hacia el norte. Los trenes y las estaciones, símbolos de la soledad y el desamparo, irrumpen con inusitada fuerza y desgarro en la poesía de Martín Torregrosa, de forma casi obsesiva. Ese tren de la lluvia que pasa ante nosotros es trasunto del paso del tiempo, del recurso a la memoria y de la misma vida en su devenir.

   Por ello, y concluyo ya, he de insistir en que nos encontramos ante un poeta con un alto compromiso ético, un poeta profundamente humano y solidario que ha hecho del tema de la emigración, de las situaciones de desarraigo y desamparo su más alta divisa. Un poeta que ha sabido transmutar una desgarradora experiencia existencial en verdadera y auténtica poesía. Porque Martín Torregrosa siente, vive y ve el mundo con los ojos de la emoción y el sentimiento, de la palabra verdadera. Los ojos, la voz y el aliento de un hombre que además es poeta y que ha acertado a mostrar ante nosotros la belleza, el desvalimiento y el desamparo a que estamos convocados todos los seres humanos. 


                                                                                         José Antonio Sáez Fernández.


(Texto leído el 27 de junio de 2014 con motivo de la presentación de los dos últimos libros publicados por el poeta Martín Torregrosa López: "Setecientos versos para Maindra" y "El tren de la Lluvia", Sevilla, Editorial Renacimiento, 2014).

jueves, 19 de junio de 2014

EN DÍAS DE DELIRIO.




(Fotografía de Sebastiao Salgado).



Veréis, amigos: Uno empieza a morir
cuando va perdiendo el contacto con las cosas
y deja de interesarse por el mundo que le rodea,
cuando los sentidos pierden agudeza
y se van cerrando las puertas a lo externo
para configurar el espacio interior del individuo.

Uno sabe que ha emprendido el final del trayecto
cuando siente crecer dentro de él las alas
que le hacen remontarse por encima de la vanidad
y la miseria humanas, cuando sabe escuchar
y entender al que habla, cuando aprende a callar
y medita en silencio lo que la lucidez depara.

Uno aprende a morir y nunca está dispuesto
para aceptar la muerte por ese antagonismo
que hay entre el vivir y el morir, de una parte,
y el instinto innato que tira de nosotros.

Uno sabe que ha de morir cuando renuncia
al amor y a ser amado, porque sólo el amor vivifica.

Entonces, creedme, uno empieza a entenderse
con la vida y parece como sumido en transparencia,
se es más indulgente con la debilidad ajena
y no se intenta cambiar lo que no ha de poderse,
porque entre lo posible sólo está salvar los muebles.

A estas alturas, uno no intenta nada,
ni desea cambiar el mundo ni arreglar los desmanes,
sólo se mira a sí mismo y entiende la torpeza,
la necedad, la ambición o la falta de juicio;
se vuelve tolerante y presencia, apenado,
la deriva a que conduce la sinrazón del otro.

Uno sabe que ha de morir cuando entiende,
como incomunicable, la verdad que le asiste 
y todo dentro de él se vuelve en sí diáfano,
con la dulce quietud de una inmensa derrota.


                               José Antonio Sáez Fernández.

sábado, 14 de junio de 2014

INVOCACIÓN PAGANA A LOS DIOSES DE LA MELANCOLÍA.





(Texto de un desconocido poeta romántico alemán fallecido en el anonimato, el cual fue encontrado por un aprendiz de poeta español contemporáneo entre unos pliegos no muy bien ordenados de la biblioteca de Ratisbona).



Acudid a mí, yo os invoco, dioses de la melancolía,
barbados dioses que arrastráis a los mortales
por la umbría de los bosques sumidos en el silencio
y los hacéis perecer en el amor o en la desventura.
Vosotros, que confundís mentes ingenuas
subyugándolas bajo vuestro voluble capricho;
deidades surgidas de la bruma y las aguas fluyentes,
oh, invictos dioses que coronáis los celestiales
capitales que adornan las columnas del universo.
Venid a mí, pétreos y aguerridos, jactándoos
de vuestra desmesura y mofándoos de nuestro desamparo.
Los mortales no somos sino polvo, arcilla maleable,
agua que se escurre, indeleble, en vuestros dedos.
Acercaos a mí y susurradme al oído palabras que flamean,
esas que el hombre no puede desvelar por sí mismo
y cuya claridad resulta tan desolada, como cegadora
e insoportable; oh, caprichosos dioses de la melancolía
que embargáis al corazón humano en tan intensa
emoción de súbita y enloquecida congoja.
Dejadme expirar en vuestros hercúleos brazos
y esparcir sobre vuestro pecho las cenizas de los sueños.
Nosotros, los vencidos, arriamos la bandera del deshonor
agitando la blanca insignia de nuestra derrota
y cedemos a la desventura del soplo alado que alentáis,
terribles, tronantes, intransigentes dueños de nuestro destino.




sábado, 7 de junio de 2014

LOS ANDALUCES.


(Cuadro del pintor almeriense exiliado en Francia Carlos Pradal)


   ¡Qué mal aguantan el vino estos andaluces! Cuando beben, sus pupilas vidriosas los delatan y hasta vienen a desembocar en el llanto. Mala bebida tienen. ¿Y para qué beben? Estos del mar y el sol, los de las terrazas, las fuentes y las alamedas: ¡qué mal llevan la bebida! Ve que el alcohol les suelta la lengua y se ponen a vomitar su dolor en las esquinas como quien lo ha mantenido guardado durante tanto tiempo que sólo precisa un detonante, una chispa motriz para dar rienda suelta a cuanto amargor lleva dentro. Debe tratarse de una angustia silenciada la suya, reprimida durante siglos, tan agriada, encallecida y tumorada que parece imposible de sanar. ¿Desde cuándo conviven con la pena estos aceituneros, arroceros, algodoneros y cosecheros de girasoles? Hijos de las marismas o del desierto, los que suben a las sierras en busca de las nubes o bajan hasta la orilla del mar para encontrar alivio; esos que se instalan en el silencio, los más nobles y honrados, los esforzados y nunca bien pagados, sobre cuyo buen nombre llueven los improperios como salivazos en la cara. Otra corona no llevan que la de su sudor y son leales hasta lo condenable, tan maltratados y malparados salen siempre. Estos que siembran viñas y recolectan las uvas que han de prensar para beber el zumo fermentado, los que untan el pan en aceite y sestean bajo los olivos: ¿a qué hondo pozo descienden cuando cantan? Y su canto, ¿desde dónde asciende a sus gargantas? Pareciera salido de sus entrañas, originado en las raíces más profundas del hontanar de la pena: "Cuando canto, me sabe la boca a sangre", que dijo la de Jerez. Se les aprecian callosidades y durezas en el alma.
   ¡Pero qué mala bebida tienen estos del sur! Ve que lloran mientras cantan y cantando alivian la pena que embarga a su corazón, arrastrándola como una cadena. Caminan zigzagueantes y les suenan los grilletes como a tablillas de san Lázaro. Decididamente: ¡Qué mala bebida tienen! Mira que pasar desde el llanto hasta la pena y desde la pena al canto sin apenas parpadear. Gentes antiguas estas, tan difíciles de entender y a menudo tan arduas de contentar. ¡Qué desarreglada existencia la suya y qué vieja y desatinada su filosofía! Ay, estos tartesios...

                                                          
                                                                                    José Antonio Sáez Fernández.