lunes, 28 de abril de 2014

PALABRAS EN CINTA.





Nada hay más hermoso que el vientre redondo de una palabra fecundada. Cuando la palabra está en cinta, una pléyade de conceptos germina en su interior y su forma es la más bella y sonora que imaginarse pueda. Fecundan en nuestro cerebro las palabras y se hacen presentes ante nosotros como se abren las flores a la luz del sol. El poeta agustino decía que las sopesaba y medía y que valoraba su sonoridad. Porque la lengua es la sangre y el espíritu y las palabras son su báculo, un báculo en el que nos apoyamos para expresar nuestro más íntimo desamparo, nuestra más descarnada verdad, el desvalimiento de ser e ignorar el momento de nuestro término. Las palabras nos ayudan a soportar la espera, a calmar la ansiedad de su venida mientras vitoreamos, agitando en nuestras manos unas ramas de olivo, al que entra en Jerusalén a lomos de una borriquilla. Las palabras son pétalos de flores perfumadas y con ellas alfombramos el camino, lanzamos vítores y piropeamos a quien se presenta ante nosotros como el resucitado. Receptáculo de lágrimas, de emociones y de sentimientos, de abiertas confesiones, de honduras y de naufragios: ésa es la barca en donde navegan las palabras por el río de la fecundidad. 
   Bendito el verbo en boca de los hombres, asidero para su desamparo, consuelo para su indefensión y sus temores innúmeros. Una palabra preñada de sentido está a punto de dar a luz, y cuando lo hace llena el aire de maravillosos significados, abriendo las mentes ofuscadas por la ignorancia y llenando de gozo el corazón apesadumbrado de los hombres. Sucede que en el parto de las palabras se hace carne el llanto de un niño, el cual viene a este mundo acogido por los labios que lo reciben y los brazos que lo acunan, pues "en el principio era la Palabra, y la palabra estaba con Dios, y Dios era la Palabra" -que dice la buena nueva del apóstol Juan-. Sagradas las palabras en boca de los hombres, venerados los conceptos que nos transmiten porque el verbo está en el origen primigenio del ser. Es el alfa y la omega, el principio y el fin. Sin embargo, aprendemos a llorar antes que hablar: con el llanto anunciamos nuestra llegada a este mundo y con lágrimas despedimos a quienes amamos y lo dejan. Reveladoras son las palabras, pero también el gozo, el pesar y la risa. Deslumbrado por la oronda y abultada preñez de las palabras, me dejo llevar y me conduzco por el sendero de la lucidez, porque ignoro el día y la hora en que van a germinar en mí.


                                                                                   José Antonio Sáez Fernández.

viernes, 18 de abril de 2014

"TODO EL DOLOR DEL VIENTO", DE ENRIQUE MORÓN.


Con desigual fortuna, según los manuales, estudiábamos en el bachillerato la existencia de una escuela salmantina y otra sevillana en nuestra literatura de los Siglos de Oro. Don Emilio Orozco hablaba en sus clases de una escuela antequerano-granadina, así como se refería a don Pedro Soto de Rojas (antequerano era su padre), el poeta barroco que en sus días en la Corte tomó partido por Góngora en la batalla poética que el cordobés sostuvo con Lope de Vega y que poseía un carmen, el de los Mascarones, en el barrio granadino del Albaicín (así llaman a las casas con jardín interior en algunos barrios de la ciudad de la Alhambra). A él se atribuye la famosa cita de "Granada, paraíso abierto para muchos; jardines cerrados para pocos", suerte de lema que en realidad pertenece a uno de sus títulos más emblemáticos.
   Parece también más que evidente que, a día de hoy, se dan al menos dos tendencias claramente diferenciadas en la actual poesía granadina. No voy a extenderme en las mismas y a las filas que engrosan los poetas de uno y otro signo, pero sí he de decir que a una de ellas pertenece por derecho propio Enrique Morón, el poeta nacido en el pueblo alpujarreño de Cádiar en 1942. A Enrique siempre lo supe en la amistad de Fernando de Villena, de José Lupiáñez, de Antonio Enrique, del editor Ángel Moyano  o del ya fallecido Juan León. Autor de una dilatada trayectoria que engloba alrededor de unos veinte títulos de poesia, más sus obras de teatro y un libro de memorias, el vate granadino acaba de sacar a la luz pública un nuevo poemario titulado "Todo el dolor del viento", en ediciones Carena, de Barcelona. Continúa en él la línea temática emprendida en anteriores entregas, tales como "Del tiempo frágil", "Inhóspita ciudad" o "Vértigo de las horas", en las que se nos muestra como un autor hondo y reflexivo, preocupado por el paso del tiempo y que en ocasiones se tiñe de tonos melancólicos ante lo perdido y lo por venir. Estamos, sin duda, ante un poeta de la naturaleza, pues el sentimiento de la naturaleza se halla vivamente enraizado en su poesía, constituyendo una de las características esenciales de la misma, junto al paso del tiempo. La vida es ese viento dolorido que pasa tan fugazmente ante nosotros y nos hace caer en la cuenta de cuanto hemos perdido y de qué podemos aguardar en un futuro inmediato que sitúa ante nosotros los límites de la condición humana.
Enrique Morón acentúa aún más en este libro el dolorido sentir existencial, consciente de cuanto la vida y el paso del tiempo nos arrebatan y del escenario que se alza ante nosotros. Con dignidad y nobleza contempla lo vivido y con ellas afronta el devenir existencial. Con serenidad envidiable, aunque con esa dulce tristeza que lo embarga, mira a su alrededor y contempla las cosas amadas que atesora en su corazón, a la par que entra en diálogo sincero con ellas. Los ojos del poeta y su grave semblante observan con minuciosidad el mundo y acusan, quizá, las pérdidas de cuanto vamos dejando atrás. No cabe mayor autenticidad en el decir ni mayor desprendimiento que en quien se despoja de cuanto posee. Un hondo legado contemplativo e interior nos deja en su poesía Enrique Morón, cuya franqueza, cuya hombría de bien nos hablan, con voz clara y profunda en este libro, sobre la vida como continua pérdida. Una voz necesaria, alivio para el alma.
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                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

miércoles, 16 de abril de 2014

PIEDRA RODANTE.





Soy el llamado. Voy a quien me invita hacia sí. Descalzo mis pies porque es sagrada la tierra que piso. Alguien susurra. Escucho su melodiosa voz tras la cascada del río en que naufrago. El agua allí se derrama y yo caigo con ella como se vierte la concha de nácar sobre la cabeza del neófito. Soy el neonato, pues he resucitado al agua y al espíritu. Mi ser es cíclico, como mi existencia. Soy el eterno retorno, Sísifo que lanza la redonda piedra desde lo alto de la montaña y baja luego a por ella para devolverla a la cumbre y, de nuevo, desde allí, arrojarla. Así, en la eternidad, eres el infinito. Abrásame la lengua con tu dedo de fuego para que pueda decir a los hombres las palabras quemantes de los dioses. Pon en mi boca tu verbo ardiente y sea yo antorcha que alumbra en la noche del alma. Heme desnudo y apasionado, sólo abierto a ti como se abre la flor a la luz del sol y recibe en su seno los rayos que la hacen fecunda y perfumada. Exhalo para ti el más dulce aroma. No derramaré el incienso ni la mirra sobre el ara de los sacrificios que te fueran tan gratos. Dime quién eres, tú que así me convocas y de tal forma subyugas a quienes, aleatoriamente, has elegido. Fuera yo tras de ti sin remisión alguna, como marcha atraído el cordero tras las ubres hinchadas de la recién parida. En alerta pongo mis oídos por si acaso recibo una señal que me conforte en este alejamiento en que me duelo. ¡Ah del espacio iluminado! ¿No hay nadie ahí?
Ha llegado la noche. Se cierne la oscuridad sobre mis ojos y no hallo los tuyos en esta soledad envolvente que es cárcel y ausencia. En vano te busco tras los silencios del bosque, en el cristal del aire o en el ciervo que escapa a mi vista entre los matorrales, tras de las peñas por donde brinca en su huida. Revélate a mí, presencia que intuyo, voz interior que convoca al convivium. Pues descalcé mis pies y abro mis manos hacia ti para recibirte en el abrazo que me has revelado. Soy el que se bate en la tinieblas y renuncia a ellas, el que huye hacia ti sin detenerse en las colmenas para gustar de la miel que es su promesa; colmenero tú, que me cautivas. Despertaste en mí, en inicio, la curiosidad inocente y me dejaste sumido en gran desasosiego. Me hiciste para ti como la alta enredadera se hizo para la luz. En tu vacío me adentro tal si fueras un claustro materno y voy en la marea de las rizadas olas envolventes. Te extiendes sobre mí como la arena sobre la playa y yo me prolongo en ti. Te me derramas y me unjo con el óleo perfumado. Ve que somos uno, pues me hiciste a imagen y semejanza tuya.


                                                                                            José Antonio Sáez Fernández.



domingo, 13 de abril de 2014

DANZA PARA MÍ, DIOSA DE LA MELANCOLÍA.



Tuyos son los bosques. Tuya es la hierba. Tuyos los cantos de los pájaros ocultos en las ramas de la arboleda y tuyos los frutos del campo mojado bajo la lluvia. Tuyas las flores cuya belleza regala las pupilas y tuyos los ojos que las miran y el alma que contempla la hermosura del mundo, al borde del éxtasis o de la asfixia. Tuya es la adolescente y tuyos sus sueños de luna que ascienden como humo perfumado y ofrenda hasta los dioses, invitada a su mesa, convidada a su fiesta con solo extender su blanca mano delicada. Tuya es la dulce melancolía y su hermana la tristeza, tuyos los corazones enamorados y el candor infantil, su luminosa inocencia; la gracia y el donaire de la joven, su coqueteo y su sonrisa alada. Tuyas las almas que deambulan perdidas en un tiempo sin tiempo que no es el suyo y se preguntan por el lugar que ocupan entre el marasmo y la hecatombe de una era terminal. Tuyos el amor que naufraga y el que triunfa, tuyo el desamor, tuyas la risa y las carcajadas, tuya la bondad y la misericordia, tuyos el perdón y el apretado abrazo, tuya la pasión y tuyo el deseo; tuyos los besos, las caricias y la cópula infinita que hace germinar el universo y le imprime un ritmo, una armonía, al caos. Tuya la ilusión de la desposada en el día de la boda y tuya su entrega al esposo.Tuyas la bóveda celeste y las estrellas que titilan en ella, tuyas las nubes que pasan sin detenerse apenas, tuyos los planetas y el astro rey que nos da luz, que calienta y vivifica la tierra en su continuo viaje astral. Tuyas las aguas que se derraman y se expanden, tuyas las fuentes y los estanques, tuyos los ríos que van a dar a la mar y tuyo el aire que respiro. Tuyo el instante y tuyo el silencio.
Míos son el desamparo y el desvalimiento, la debilidad, el ocaso y los paraísos perdidos, la fragilidad, la derrota y los sueños que nunca se cumplieron. Míos la bandera arriada y el blanco pañuelo que se agita en la batalla de la vida, las señales de socorro en la noche del mundo, la barca que naufraga y las redes vacías o el regreso de los barcos entrando en el puerto. Míos son las lágrimas y el dolor que es su fuente, mías la enfermedad y las pruebas médicas que ultrajan el cuerpo y vejan su dignidad, mío el último aliento sobre los que amé. Mío fuera el cruzar a otra orilla donde me aguardan quienes me quisieron y en donde aguardaré a quienes un día habrán de continuar esa andadura. Míos fueron la inocencia y la mirada de un niño, el pudor y el ruborizarse de las mejillas, el temblor del primer beso y los escalofríos al tomarla de la mano, mías las lágrimas ante el recién nacido que acuno entre los brazos y el insomnio y la angustia de ser y no saber. Mía fue la despedida y mío el adiós, pues sabe que un arcángel me rozó con sus alas.


                                                                                            José Antonio Sáez Fernández.

miércoles, 9 de abril de 2014

MEDITACIÓN.






En aquellos días subió el solitario a la montaña para meditar en soledad. El sol quemaba su rostro, pero él ascendía movido por una fuerza extraña que parecía provenir de la cima desde la que casi podía tocar las nubes y, ya en ellas, saltar hasta el mismo cielo en que ocultarse como nuevo sol renacido de la carne. Para llegar a la cumbre hubo de herirse las manos y los pies con los guijarros. En la ascensión notaba el viento sobre la cara y un frío helador le golpeaba el rostro sin piedad. Mas cuando estuvo allí, se consolaba del esfuerzo realizado y se dijo para sí que el dolor había merecido la pena, todo el dolor, pues lejos quedaban las heridas del alma y más lejos los hombres con sus ambiciones y sus miserias. 
- Somos un montoncito de miseria" -susurra el que aspiraba a sentir en su pecho el consuelo de quien extiende sus brazos hacia el infinito y espera ser acogido en el seno de un dios compasivo, casi tan extraviado como su criatura misma. Caía la tarde y el sol se ocultaba ya como una fruta de oro o un jarro de sangre vertida sobre un lienzo a la deriva del firmamento en ascuas que le saliese al frente. Su corazón flotaba con los pájaros últimos, con las hojas que se lleva el aire, con las plumas perdidas de algún ave en las garras del halcón peregrino, con los lamentos de las muchachas que ven marchitarse sus sueños tras el cristal del tiempo, con los arrojados, con los vetados, con los perseguidos, con los exiliados, con los malnutridos y los expoliados. Toda una caravana de plegarias y silencios en la altiplanicie que acerca a los hombres a un espacio habitado por dioses enmudecidos. 
   Siendo de anochecida, se tendió sobre la tierra, entre los escasos arbustos de la devastación y, cara al cielo, contemplaba las nubes cercanas que parecían invitarlo a ir hacia ellas: "Ven, ven con nosotras -le decían-, pero él no podía moverse; apenas si le era permitida una mueca en los labios resecos, apretar los puños impotentes, tensar sus mejillas agrietadas y violáceas. 
-¿Qué hago aquí? -se dijo entonces-. ¿Qué busco entre estas peñas? ¿Por qué mi alma naufraga y me desangro? Tal vez sea el momento de abandonar el mundo.
   Y con estos pensamientos se dejó hacer, se abandonó a la inercia que lo arrastraba hacia ninguna parte. Nada tenía sentido y todo sucedía en lo callado, en el mutismo de la gran boca de un pez que se lo tragara y engullese hambrienta cualquier atisbo de ala, cualquier vagido, el llanto de un niño quizá, o quizá el cálido aliento de una vaca enorme ante el matarife dispuesto para su sacrificio. Nada supo. Nada se supo. Nadie supo más de él. Se perdió para siempre en la vasta planicie de su desasosiego. Algunos, aún hoy, esperan con añoranza su regreso.


                                                                               José Antonio Sáez Fernández.