viernes, 28 de marzo de 2014

"SALID SIN DUELO, LÁGRIMAS, CORRIENDO".





"Salid sin duelo, lágrimas, corriendo" es un verso de la Égloga I de Garcilaso de la Vega que, en un extenso pasaje de la misma, el poeta repite con desusada insistencia. Al parecer de la crítica, este dolorido sentir garcilasiano está motivado por el fallecimiento de Isabel Freire (Beja, Portugal, c. 1507-Toro, Zamora, c. 1536), una dama de la corte que formaba parte del séquito de la reina Isabel de Portugal y a quien Garcilaso pudo conocer en Granada, con motivo de la boda del emperador Carlos I con Isabel de Portugal, aunque los esponsales se habían celebrado en Sevilla. Como es sabido, Isabel Freire (Elisa en las Églogas del poeta toledano) murió al dar a luz, tras haber contraído matrimonio con don Antonio de Fonseca. Isabel fue enterrada en la capilla familiar de los Fonseca, en el toresano monasterio de San Ildefonso. Parece ser que Garcilaso estableció un cierto paralelismo con la muerte de Laura, la joven amada por el poeta italiano Francesco Petrarca cuya tumba en la ciudad francesa de Avignon habría de visitar el toledano.
Prototipo del caballero cortesano que combina las armas y las letras, siguiendo el modelo trazado por Baltasar de Castiglione en su obra "El Cortesano", el autor de tan breve e intensa obra lírica sirvió con lealtad a su emperador y, aun así, fue desterrado a una isla del Danubio, cerca de Ratisbona, por haber asistido en secreto y como testigo a la boda de un sobrino suyo, la cual no había sido autorizada o concertada por el emperador. En la poesía de Garcilaso hay sobradas referencias a la animadversión que el poeta sentía hacia las armas, pese a que él fue esencialmente un soldado, y como tal, luchando habría de morir en el asalto a la fortaleza de Muy, en la Provenza (sur de Francia). Al "fiero Marte airado" alude en sus versos, quien busca junto al Tajo, en los alrededores de Toledo, la soledad, la paz y la armonía de la naturaleza, el sosiego necesario para su espíritu tras regresar de las campañas guerreras en las que participa. Pocos momentos de felicidad hubo seguramente en la vida del toledano y quizás algunos de ellos se produjeron durante su estancia en Nápoles, donde tuvo la oportunidad de empaparse en la lectura de los poetas italianos del Renacimiento y, especialmente, de la poesía de Petrarca.

Vengo yo ahora a retomar el verso del insigne poeta español, tan radiante de sensibilidad, hondura y sinceridad, para solidarizarme con el llanto silenciado de quienes injustamente sufren las consecuencias de unos males que nunca provocaron. Y me pregunto, en medio de la noche, que quién habrá de enjugar las lágrimas de los inocentes, de los perseguidos, de los ajusticiados por decir la verdad o luchar contra las injusticias en una sociedad y un mundo agonizantes. Quién habrá, pues, de consolar a las viudas, a los huérfanos y a los afligidos, limpiar el rostro sucio de los niños de la calle, de la guerra y del trabajo infamante, sostener con brazo firme a los ancianos o cerrar los ojos de los moribundos, abandonados en las calles de tantos lugares de un planeta a la deriva. Pido justicia para todos ellos, la dignidad irrenunciable y un reino de este mundo que venga a colmar sus expectativas de una vida digna. Con los que se ven obligados a dejar patria y familia, con los enfermos incurables y con su dolor, con los desahuciados, con los sin techo, con los que se acuestan cada noche sintiendo la mordedura del hambre en sus estómagos vacíos, con los encarcelados, con los solos, con los que intenta saltar la valla y llegar a la tierra de promisión, con los que sienten a diario las consecuencias del desamor y la insolidaridad vengo, desde la oscuridad hacia la luz, para hacer causa común con ellos, a confesar con humildad mi impotencia y a decirles: "Perdonadme, hermanos, por no haber sido capaz de hacer nada realmente importante por vosotros". 


                                                                                 José Antonio Sáez Fernández.

miércoles, 26 de marzo de 2014

CULTURA Y PROGRESO.





Con frecuencia oímos decir a algunas personas que la cultura es un bien superfluo, que lo urgente y necesario es el alimento y tener cubiertas las necesidades básicas. Aunque entiendo que no falta buena parte de razón a quienes afirman esto; lo cual es algo que, por otro lado, no anda muy lejano a aquello de "primero comer y después filosofar"; debo afirmar, no obstante, que los hombres estamos hechos de cultura, que crecemos y nos alimentamos al mismo tiempo que aprendemos. Cultura y necesidades primarias irían así ensambladas, de manera que un hombre se edifica sobre una manera de ver y entender el mundo y eso, creo, es cultura. Cultura y vida van indisolublemente unidas y son, por tanto, realidades indisociables. No creo que la cultura sea un lujo ni un despilfarro, sino una necesidad insustituible; por lo que invertir en cultura es invertir en futuro y en prosperidad para los pueblos. También resulta creíble que la demanda de los bienes culturales es mayor en las sociedades desarrolladas que en la subdesarrolladas, pero resulta comúnmente aceptado que el acceso a la cultura es un derecho fundamental e irrenunciable de todo ser humano; así como que ésta es condición imprescindible para la transformación y el desarrollo de personas y sociedades.
No parece ofrecer la menor duda la afirmación de que los pueblos más desarrollados son aquellos que tienen también una cultura más importante y significativa o, si se quiere, que los pueblos más cultos son también aquellos más desarrollados o que han alcanzado un más alto nivel de desarrollo. Por el contrario, los pueblos colonizados culturalmente se ven abocados a la desidia y al embrutecimiento, no son sino veletas que giran alrededor de otros, satélites circundando los anillos de un planeta mayor. No hay, a mi entender, desarrollo sin cultura que lo acompañe y si lo hubiere, debo afirmar que éste tendría los pies de barro; es decir, sus cimientos serían tan tenues que amenazarían ruina y desmoronamiento. No hemos de olvidar, y esto creo que debiera tenerlo en cuenta a quien competa, que es falsa la separación entre desarrollo y cultura y que ambos conceptos deben ir parejos en la construcción del presente y del futuro de los pueblos. Equivocado resulta priorizar a uno sobre la otra. Aun así, en demasiadas ocasiones comprobamos cómo la miopía de los gobernantes hace languidecer la cultura en tiempos de crisis, mermando atención y recursos hacia una necesidad vital para los seres humanos. Pobre del pueblo que cae en la desidia, la ignorancia y el menosprecio de su patrimonio cultural porque su memoria será arrasada en la noche de los tiempos. Sobrevivirán, sin duda, aquellos que supieron defender con uñas y dientes sus señas de identidad, porque la cultura es eso y además es la sangre y el espíritu de los seres humanos que conforman una comunidad y su singularidad ante los otros. 


                                                                                José Antonio Sáez Fernández.

lunes, 10 de marzo de 2014

PUES AMARGA LA VERDAD...




"Pues amarga la verdad, /quiero echarla de la boca; /y si al alma su hiel toca, / esconderla es necedad./ Sépase, pues libertad/ ha engendrado en mi pereza/ la pobreza". Así escribía don Francisco de Quevedo en una de sus letrillas sobre la pobreza y el dinero, aunque yo traigo su cita aquí a propósito de algunas connotaciones significativas de verdad y realidad. Sin duda, la verdad resulta, en primer lugar y cuando menos, incómoda para mucha gente. Para otros, simplemente, la verdad, como la realidad misma, se muestra insufrible, si no insoportable. Muchos son los oídos que rechinan ante la verdad y aún más en quienes no desean oírla. Cuando la realidad es demasiado cruel y amenaza con conducir al desvarío y la locura, ¿cuántos no prefieren refugiarse en la mentira de una cámara acorazada y cuántos no protegerse de ella instalándose en un pseudoparaíso artificial, fabricado a imagen y semejanza de quien con ansiedad lo demanda? No es menos cierto que nadie puede huir de la demencia a que conduce la amarga realidad instalándose en algo que sólo es producto de su imaginación o de su falta de valor para enfrentarse a esa misma realidad cotidiana, en el acoso y derribo a que nos somete la vida. Entiendo que a menudo resulta más fácil sobrellevar la existencia cuando se sortean con equilibrio los desniveles a que nos conducen realidad y supervivencia. La vida no resulta fácil para casi nadie y para muchos supone una carga difícilmente soportable. "No es tan fácil morirse, créame", le oí decir a aquel hombre junto al hospital.
La dura realidad obliga a mucha gente a fabricar "mundos" donde refugiarse. Quizás el arte o la búsqueda de la belleza sean también algunos de ellos y no, por cierto, los menos deseables. La mentira pudiera resultar entonces como una verdad piadosa, un gesto de bondad y de generosidad, de misericordia también, para tantos que no pueden arrastrar la dura y amarga cruz de la realidad en su Camino del Calvario. Resulta obvio que proclamar la verdad supone un compromiso y un riesgo, a veces vital,  para muchos, y de ello son prueba los rotundos versos que el mismo don Francisco de Quevedo nos dejó escritos en su "Epístola censoria al Conde-Duque de Olivares": "No he de callar por más que con el dedo/ ya tocando la boca o ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo". Aun así, entiendo que en ocasiones conviene el silencio, que no la mentira, para evitar mayores sufrimientos.
Antonio Machado nos dejó escrito, a través de su heterónimo Juan de Mairena, que "La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero". Las medias verdades no huelen sino a falsedad. De sabios es la lengua que se administra en su debida proporción y no parece menos cierto que a veces valemos más por lo que solemos callar que por lo que podamos decir. Sin duda hacen falta lenguas que proclamen la verdad, sobre todo ante los poderosos y ante quienes pudiendo hacer más llevadera la desventurada existencia de muchos seres humanos no hacen nada por mejorarla o, incluso, y lo que es peor, perjudican deliberadamente a quienes más deberían ayudar. La verdad suele estar del lado de los que nada tienen que perder en este mundo, y la dignidad también.

         
                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.
         

                                                           

martes, 4 de marzo de 2014

ACULTURACIÓN Y ANALFABETISMO FUNCIONAL.




La evolución de la especie humana está basada en un proceso de aprendizaje cultural. A través de la experiencia, el hombre acumula conocimientos que luego transmite a sus semejantes. Así fue desde el inicio y, si algo hay de especial que identifique a nuestra especie y a su progreso sobre las demás, esto ha de ser, sin duda, su capacidad de aprendizaje y la transmisión de los conocimientos a través de los tiempos. El hombre se reconoce a sí mismo en ese proceso de aprendizaje y de acumulación de conocimientos sobre los que se han ido construyendo otros nuevos hasta constituir el acervo cultural de la humanidad. Sin ese acervo cultural el hombre se convertiría en un ser sin señas de identidad, en un animal más y estaría abocado a la manipulación y al desquiciamiento. La cultura es lo que hace a los hombres libres y lo que les hace reconocerse como tales, lo que dota a los seres humanos de visión crítica y de lucidez reflexiva, lo que eleva a la especie humana a la dignidad y a la superioridad que le han sido conferidas. Sin la cultura seríamos seres abocados a su propio exterminio y sin el cultivo de nuestras facultades creativas e intelectivas, la especie humana andaría extraviada en la noche de los tiempos. Otorgo, por tanto, a la cultura una dimensión salvífica, si se me permite, en cuanto que estoy convencido de que a ella debemos el progreso y la superación de nuestra especie, nuestras señas de identidad, nuestro reconocimiento como seres humanos. Así desde el descubrimiento del poder del fuego y las pinturas rupestres en las paredes y techos de las cuevas que habitaron nuestros antepasados, en sus enterramientos, en las pieles que curtían para su vestimenta y en los primeros utensilios de sílex, piedra o hueso que fabricaron.
Desafortunadamente, en la sociedad actual encontramos signos constatables del proceso de deterioro alarmante que están sufriendo tanto la consideración de los bienes culturales, patrimonio de la humanidad, como el conocimiento, apreciación y estimación que el hombre tiene hacia ellos. La preservación de ese patrimonio cultural compete a quien puede y debe preservarlo para memoria y disfrute de todos nosotros, pero también su transmisión, para lo cual la tecnología ha puesto a nuestro alcance muchos y valiosos medios. Evidentemente, la educación y la escuela son dos vías privilegiadas para esa transmisión. Conocer significa valorar, amar y defender. La cultura, nuestro patrimonio, debe ser conocida, valorada, amada y defendida por todos y cada uno de nosotros porque en ello nos van nuestras señas de identidad, nuestro reconocimiento como seres libres dotados de inteligencia, creatividad y capacidad crítica. 
En la actualidad parece haberse sustituido el concepto de cultura por los de pasatiempo, ocio, entretenimiento, turismo y otros que degradan y falsifican la verdad. El escritor granadino Francisco Ayala hablaba de "analfabetos funcionales" y defínía a estos como a personas que habiendo aprendido un día a leer y a escribir, habían abandonado los hábitos de la lecto-escritura de por vida. Nada ni nadie más manipulable, más indefenso, ni ser más desvalido o desamparado que aquel que no sabe de dónde viene, de qué es resultado, dónde están las señas de identidad a que debe agarrarse en la oscuridad de las mentes, en su vacío o en su desvarío.  Digo todo esto ahora, porque es de noche.


                                                                               José Antonio Sáez Fernández.



sábado, 1 de marzo de 2014

LAS VENTANAS ILUMINADAS DE EDUARD HOPPER.



Nosotros, los ateridos que tiritamos al frío de la noche, y cuyos dientes no cesan de castañetear, somos seres de luz, hechos para la luz y el calor. Nos damos a otros brazos y a otros cuerpos buscando en ellos la calidez que nos falta y de la que fuimos privados al escindirnos. Nacimos para andar juntos, para ir de la mano en el camino de la vida. Ningún ser humano fue concebido para realizarse bajo el frío y la oscuridad. Despierta nuestro cuerpo a la llamada del sol y recibimos sus rayos de luz en nuestros ojos como una caricia. Una grata luz que agradecemos igualmente en el rostro y las manos. Nos dejamos invadir por ella y ella se adentra en nosotros, vivificándonos como un ejército poderosísimo. Fluye la sangre por sus cauces con nuevo e inusitado vigor. La luz es un anuncio y es mensajera, como el ángel que visitó a María. Los seres más desamparados, los más humildes y desvalidos no tenemos otro don gratuito y que nos reconforte tanto. Acaso, el sueño. Dormir no cuesta nada y reconforta al pobre de cuerpo y espíritu, tanto como la luz y el calor que recibe generosamente de un sol que sale cada día para todos y se derrama pródigo sobre ricos y pobres, sobre sanos y enfermos, sobre lúcidos y ofuscados.


Es la luz que entra sin llamar por los ventanales de los cuadros de Eduard Hopper. Los seres solitarios y enclaustrados se exponen a ella, dejándose hacer por su calor vivificante. Personas recluidas, como Jonás en el vientre de la ballena o el gestante en el claustro materno, rodeadas de altas enredaderas de cemento o entre ríos de asfalto que van a dar a la pena. Seres urbanos que, aun en su aparente acomodo, sucumben ante el aislamiento y la soledad. Seres, al fin, redimidos por la luz y el calor, resucitados de entre cementerios de hormigón, reconfortados del naufragio de vivir entre adoquines y adocenados en sus apartamentos, señuelos del progreso y la sociedad del bienestar.



La luz y el calor se cuelan tras los cristales en las pinturas de Eduard Hopper y siempre hay alguien que los reclama con urgencia. Es una luz salvífica, que ilumina la estancia y se proyecta generalmente sobre el ángulo de un reducido espacio. Una claridad geométrica que traza figuras cúbicas, diagonales o rectangulares. Ante ella: una mujer o un hombre se prolongan como salidos de su misma esencia, como bañados en su misma estructura, desde su más remoto origen. Hacia esa luz que penetra tras los cristales de las ventanas en los cuadros de Hopper nos dejamos llevar, pues formamos parte de su propia entidad, sintiendo que ella nos abduce, nos toma para sí con un celo y una pasión irreprimibles.


                                                                                          José Antonio Sáez Fernández.