sábado, 25 de mayo de 2013

"APUNTES DEL NATURAL", DE MANUEL MOYA.





El poeta, narrador y traductor andaluz Manuel Moya (Fuenteheridos, Huelva, 1960) obtuvo hace unos meses el III Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado, con un libro titulado Apuntes del natural, publicado por la Fundación José Manuel Lara dentro de la colección Vandalia, el cual acaba de ver la luz recientemente.

A nadie que ande entre bastidores o esté medianamente versado en el panorama de la poesía española de las últimas décadas, escapará que el nombre de este poeta onubense se halla entre los más destacados de su generación poética, tanto por la calidad de sus entregas anteriores como por los galardones alcanzados con sus títulos, entre los que cabe citar: Gabriel Celaya (1994), Ciudad de Córdoba (1997), Ciudad de Las Palmas (2000), Leonor (2001), Fray Luis de León (2010), Tomás Morales (2011), etc. Moya, que ha utilizado heterónimos como los de Violeta C. Rangel en La posesión del humo (1997) y otros títulos tan celebrados de este cariz, ha contribuido singularmente a dotar a la poesía española de un lenguaje nuevo y de unos temas hasta él considerados como prácticamente marginales (véase la saga de Violeta), pero que hoy andan creado tendencias en nuestra lírica. Títulos señeros como La noche extranjera (1994), Las horas expropiadas (1995), Las islas sumergidas (1997), Memoria del desierto (1998), Pese al combate (2010),Taller de máscaras (2002), Habitación con islas (2005), El sueño de Dakhla (Poemas de Umar Abass) (2008), De puertos y fronteras (2010) e Islas de sutura (2011) forman parte, a mi juicio, de la mejor poesía escrita en nuestra lengua, tanto en la última década del pasado siglo como en las primeras de éste.

Pero Manuel Moya es además un excelente narrador. Autor, entre otros, de las novelas La sombra del caimán (2006), La mano en el fuego (2006), La tierra negra (2009), Majarón (2009), sin duda alguna una obra maestra, y Las cenizas de abril (2011), con la que obtuvo el premio Fernando Quiñones y que fue publicada por Alianza Editorial, hoy con ediciones en portugués e italiano. Destacable es, del mismo modo, la labor de Moya como traductor de Fernando Pessoa y otros autores lusos e italianos.




Con semejante currículo no hace falta decir que nos encontramos ante un autor de enorme interés y así lo viene a corroborar el título que es objeto de esta reseña, Apuntes del natural (2013).
En alguna ocasión he escuchado decir al poeta que él no es autor de libros, sino más bien de compilaciones o recuentos de poemas, los cuales van encontrando su lugar junto a otros textos conforme va desarrollándose su obra literaria. De esa manera, bastantes de sus poemas se ven sujetos a revisiones o versiones posteriores, aun después de haber sido publicados y son recogidos en nuevas entregas.A nadie debe extrañar, pues, que conciba así su poesía siguiendo la pauta de obra en marcha, de forma paralela a su paisano Juan Ramón Jiménez. Algunos de los textos que se integran en Apuntes del natural son, en efecto, versiones de poemas aparecidos con anterioridad en otras entregas; mas con su actualización y renovada vigencia tienen la pátina de lo nuevo o, si si así se quiere, con el valor que les da el conjunto de los textos entre los que ahora encuentran nueva acogida y cobran nueva significación.

De la mano de Edgar Lee Masters, Vicente Núñez, Claudio Rodríguez y Cesare Pavese nos introduce Manuel Moya en los textos de este poemario singular, cuyo título tiene una dimensión pictórica indiscutible. Y así lo corrobora el poema inicial, "Ante <<Mujer haciendo una pizza>>, de Eduard Hopper" (p. 9), texto que, a mi juicio, quizás nos evoque a algún otro de Miguel d´Ors o a nombres significativos de la poesía figurativa, propia de las dos últimas décadas del siglo XX. No es en ese tipo de poemas donde resaltan la brillantez lírica y la lucidez de Manuel Moya, no es tampoco en ellos donde el poeta deslumbra con su voz propia, sino aquellos otros donde el tono reflexivo, el flujo de conciencia o las nuevas técnicas poéticas, paralelas en cierto modo a las de otros géneros literarios, sirven para expresar con luz diáfana los más íntimos rincones de la condición humana. En esa línea están, a mi entender, textos como "Los muertos (Apunte del natural de W. Ospina)" (p. 13). Sus incursiones en la poesía china y oriental dan, como granados frutos, poemas en los que las descripciones de la naturalezan alcanzan cimas de gran belleza, armonía y equilibrio natural, con un tono elegíaco y una mesurada melancolía. Muchos otros sirven de pretesto para reflexionar sobre la vida, a veces con un medido aliento sentencioso. 





El poeta se muestra así como el contemplador que proyecta sus ojos sobre cuanto le rodea y siente a su corazón naufragar con el desgaste que provocan el paso del tiempo y la imposibilidad de retener los instantes, ya que la realidad se desenvuelve en un cambio constante. De ahí la necesidad de atrapar el momento en esos "apuntes del natural", pues lo que ahora es, no lo será a un movimiento de las agujas del reloj. Se trata de la vida en su constante fluir y de la necesidad que sentimos de no dejar escapar el recuerdo, atesorando en la memoria lo que tanto nos gratificó íntimamente. En esos rescoldos vivificantes anda el poeta de Fuenteheridos, utilizando a veces un lenguaje épico, fruto quizás de la corriente estética helenizante (Aurora Luque, Julio Martínez Mesanza, etc.), quizá devenida de los poetas del grupo "Cántico" de Córdoba o de ecos novísimos: "No los hombres / que vuelven de Hispania o de Cartago / cegados por el mirto o por el oro, / no aquéllos, cuyos torsos / perturban los jardines, / no los estrelleros, los escribas / ni el vencedor de Farsalia; / desde luego, no los príncipes / ni el gladiador que volvió a eludir la muerte, / no el impúdico tribuno, ni el hebreo / tonante, inexpresivo,/ al que temí menos por su sangre / que por su misterio,/ no ninguno de los dioses que dicen verdaderos / a quienes en su temor y en su codicia / tantos tantos se encomiendan, / sino ver a mi padre / entrando solo en la ciudad/ herido y sin escudo, deslumbrante" (No los hombres, p. 21). 
Como apunté al inicio, versiones de otros poemas suyos y de textos de otros poetas encontramos también aquí. El listado sería extenso, por lo que sean suficientes algunos títulos que ejemplifiquen lo que digo: "Anónimo (Altamira)" (p. 23), "Vasques retrata a Bernardo Soares" (p. 25), "Gianna Champi testifica en favor de Sacco" (p. 29), "El desierto de los tártaros" (p. 49) y otros más.
Apuntes del natural es un libro excelente que bien merece el prestigioso galardón que ha recibido. Por el poeta sé que el mismo Guillermo Carnero envió a la editorial una carta elogiando su obra, la cual le fue entregada el mismo día que el premio.

                                             
                                                                                                           José Antonio Sáez.





viernes, 24 de mayo de 2013

VERSOS DE UNCIÓN.










EL UNGIDO.



Soy el ungido: miradme como miran
los rayos del sol la placidez de las aguas.
Pisaba yo estas piedras y lanzabais
al aire pétalos perfumados de flores en el iris,
alfombrando a mi paso el lugar que surqué.
Extiendo mis manos sobre los vientres
fecundos de las doncellas y rozo los cabellos
ondulantes de las muchachas desnudas,
para que no marchite el tiempo la sagrada
beldad que las asiste como a náyades.
Soy el que no deja huella, el que se transfigura
ante vosotros revestido de su misericordia
y os provoca el asombro; si no, un temblor intenso.
Trazo signos indescifrables en el aire
y os preguntáis qué hago, a quién imploro,
qué oscura razón nubla mi mente o la ofusca:
el enajenado, el loco, el que subyuga y pasa.
Me veis danzar, girando como el trompo,
hasta caer rendido al suelo que recibe
mi cuerpo malparado y heredáis mis gestos,
como los bienaventurados heredarán la tierra.

José Antonio  Sáez.





miércoles, 15 de mayo de 2013

CARTA TERCERA A ÁNGEL GARCÍA LÓPEZ.





                                                                                

                                            Sr. D.

                                           Ángel García López

                                           MADRID.



Querido amigo y maestro:


   Me llega, fiel a la cita que tenemos “acordada”, tu último libro Desde la Orilla. Viene adornado con las galas de la XXV edición del premio de poesía Cáceres, Patrimonio de la Humanidad, con el número 22 de la Colección de Poesía Ciudad de Cáceres y el edición del Excmo. Ayuntamiento de esta ciudad extremeña. En tu dedicatoria me calificas de “mi muy querido y admirado amigo” y en la tarjeta adjunta me indicas “Atiende a la señal”. Con emoción ando entre las páginas y los textos, buscando entre ellos qué querrías decirme y reparo en el poema “Habitación revisited”, que ocupa la página 44 del poemario y que has tenido la generosidad de dedicarme. “Bueno, me digo, parece que Ángel ha querido convocarnos a casi todos sus amigos, invitarnos a éste, su banquete de poesía, para degustar el mejor vino de su bodega que sólo se comparte y se da a beber a aquéllos con quienes te dicta el corazón”.


Siento gratitud y emoción hacia el amigo, tanto como por el admirado poeta que conoce todos los secretos del idioma que hablamos y en el que escribimos, esa pluma que es lengua del alma, como escribió Cervantes. Tú has querido ser maestro de ceremonias y ofrecernos cuanto de transparencia hay en tu nítido ser. Nos ha dado de ti lo mejor de ti mismo: esto es, tu palabra siempre fecunda y verdadera, inmarcesible y proyectada hacia la eternidad que sólo alcanzan los llamados a esta especie de ministerio u oficio que ejerce el hacedor de versos.


Entiendo que Desde la Orilla es un libro plural, un cántico coral y no un réquiem, por mucho que andes empeñado últimamente en ello. Pareciera que pasas ante nuestro ojos toda tu trayectoria poética desde aquel viaje iniciático de Emilia es la canción, hace ahora cincuenta años (y van ya para veintisiete títulos, ninguno de ellos prescindible, tal y como corresponde a un maestro del idioma). Una coral de voces en una sola voz, un coro concertado, un canto acordado, que diría Garcilaso, o una armonía superior, parafraseando al maestro fray Luis de León. Porque tú cogiste de nuestra tradición lo mejor que ella te ofrecía y supiste subvertirla, darle la vuelta, ponerla en solfa, del derecho y del revés, enmascararla, fingirla, cultivar e innovar y rendirte, finalmente, a ella. De la mano de los mejores andas, querido Ángel, tú que como ellos te convertiste en maestro porque esa madre, de cuyos pechos nos amamantamos y aprendemos a ser y a estar en el mundo, esa lengua que es espíritu (“Hermanos en mi lengua, qué tesoro/ nuestra heredad –oh amor, oh poesía-/ esta lengua que hablamos –oh belleza”, que escribió Dámaso Alonso) quiso revelarte sus más hondos y profundos secretos, a que sólo están destinados unos pocos. 

Arrancas, así, con Quevedo y con Fernández de Andrada en un ejercicio de rendir cuentas (para mí de humildad y sabiduría), de hacer balance acaso de cuanto amor pusiste en la tarea de vivir y se llevó la poesía. Confesión y sinceridad (¿hemos de acusarnos también de haber nacido hombres mortales y no estar concebidos como dioses inmortales? ¿Qué fuera la vida sino una preparación para aceptar la muerte, que dijo María Zambrano, a quien tú homenajeas en el poema “Meditación en la Axarquía”?, pp. 45-46). En este redoble de conciencia en el que te desnudas, vamos contigo los convocados al convite o al festín de tu poesía. Nadie da más que el poeta que se inmola a sí mismo en el poema. 

La poesía es un ejercicio de amor y tú lo sabes mejor que nadie, querido amigo Ángel, refugio y bastión contra la muerte. Como el gondolero, remas la ondulante barca sobre las aguas “Hacia el último día” y De amicitia, con el sabio e incisivo Cicerón, mandas acuses de recibo y haces recuento de mares y veranos, territorios de España desde el sur hasta el centro y, desde allí, hacia el norte, conjurando y uniendo en la devastación que nos asola. Acaso la pintura, acaso algún secreto de aquel joven que fuera llamado a la poesía, un guiño al santo carmelita, a este rincón-sudario de la tan hermosa y desolada piel de toro, que es tuyo también, en las Andalucías; el amor, siempre el amor y el dolor unidos, pues eso fue la vida, y la belleza instintiva de esta tierra nuestra, siempre primigenia, su cultura milenaria que corre como sangre por nuestras venas. Porque la supiste tú mismo y en ti mismo, formando parte esencial de ti, la amaste como ninguno amó. En tus ojos llevas los mares y las playas, en el alma la brisa y los acantilados. En tus manos, las rubias espigas que ves perderse en las anchas llanuras. Celoso de ellos, los has cedido generosamente a la inmortalidad de una lengua en que habrán de comunicarse los que no sigan con palabras que digan de amor y de dolor. Como tú mismo hiciste, Ángel García López, un andaluz de Rota, árbol del sur trasplantado a Castilla que extiende sus ramas hacia el norte para tocar, de costa a costa, los límites de España.


Esto sentía yo, leyendo Desde la Orilla y así quise confiártelo, amigo Ángel, para que lo supieras y me supieras contigo en la amistad y en la poesía. Larga vida al poeta. Mi afecto para Emilia, tus hijos y tus nietos. Te abraza fuerte, ahora y desde aquí:



                                                              

                                                                                              José Antonio Sáez.

viernes, 10 de mayo de 2013

DE VIDA Y POESÍA.









 ¿Qué fue la poesía? Echas a andar y vas dejando huellas sobre la arena, en la playa desierta. Miras el mar y ves confundirse el movimiento de las olas, el vaivén de sus espumas en tus ojos cansados. Pasaste por aquí y hubo algunas cosas que te ayudaron a vivir y que casi hasta fueron tu misma esencia. Decidiste ahondar en la vida, en su sentido acaso, en la verdad desnuda que nos acompaña, en el desvalimiento o el desamparo de una criatura frágil dotada de libertad e inteligencia, capaz de ascender a las más nobles aspiraciones; allí donde la bondad, el bien y la belleza habitan en solidario conjunto; o descender acaso a los abismos de su propia autodestrucción, la destrucción de su entorno y el de sus semejantes. Mas te salvó la belleza, la emoción más viva, el asombro que palpita en cada labio, en cada risa o en ese llanto ininterrumpido que es dolerse en el sufrimiento de los otros.

Sientes que vas concluyendo el recorrido, que avistas el final de la trayectoria que te fuera señalada. Y haces balance y te dices que toda vida se justifica por sí misma y que no hubo nada tan asombroso y mágico como vivir. La felicidad no fue un estado permanente, sí una aspiración, un emocionado e inspirado sentir en determinados instantes de plenitud. Un hombre no es un hombre sino en su solidaridad con los otros. Tú eres tú, pero estás en los otros. Si eres grande, no es por ti, que es por los otros. Lo que has hecho por ellos redime tu vida. Y atisbas la última costa con la melancolía de las postreras luces del ocaso. Se te escapa la luz y, sin embargo, no temes a la noche. Bebe este vino oscuro de saberte vencido. Siempre hubo dignidad en la derrota, aunque pocos posean la sabiduría que da el entendimiento.
La poesía fue una apuesta de vida y por la vida: la misma vida. Gracias a ella lograste con dignidad y decoro pasar ante los hombres con una mínima verdad creíble. Nada hubo de apariencia o fingimiento. Sólo cavar y hacer más hondo el hueco de ti mismo. Desnudarte y sentir el pudor de unos cueros con que cubrir tu desnudez. Mostrarte en la plaza pública, exponerte al juicio y al implacable dictamen de los otros; aunque tú no lo pretendieses. La poesía fue como encender una cerilla en la noche del mundo e iluminar por un instante la propia oscuridad, que es la de todos; como andar de puntillas sobre las ascuas y sentir las brasas en las plantas de los pies heridos. Fue un intuir la belleza, fingir lo trascendente, otear la utopía y sentir que tocabas el dedo de un dios creador bajo el sol luminoso. Fue también la luz del instante y el creer, convencido, que ya en la eternidad dejabas la pura contingencia para ascender en la escala de Jacob, en lucha con el ángel.


                                                                           José Antonio Sáez Fernández.