sábado, 22 de junio de 2013

CARTA A MARÍA ZAMBRANO.










Mi querida María: he aceptado mi suerte,
como tú señalaste aquel día de otoño.
Porque vivir sin más haría insoportable   
esta cruda existencia.  Tú, la razón poética.
Mi bendita exiliada, llevas en la retina
todo el dolor de España, con el largo lamento
de quien se sabe lejos, vagabunda, extranjera.
La arrancada del suelo, el árbol femenino
de los más dulces frutos, trasplantado a otros lares.
Ese fue tu destierro y tú la desterrada.
Un erial este mundo, desolada María:
supiste que Caín atravesó llanuras,
ríos y cordilleras, sierras que al sol exponen
su piel de metal puro y ese saber de ausencias,
nuestras sombras amadas, quienes fuimos perdiendo
en el sendero grave que va a la desmemoria.
No vive el desterrado ni quien fuerza a morir
en una tierra extraña, donde nunca la aurora
deslumbrará sus ojos ni habrá cal en las tapias
de pueblos que dormitan bajo el sol del verano. 
Sueño del pozo aquel, patio que te trae ecos 
de una infancia luciente allá en el sur perdida.
No hay regreso posible, mi más querida y frágil:
todo es distinto ahora, nada identificamos.
¿Dónde el árbol frondoso de los áureos frutos?
Regresarás un día a una tierra de asilo
en la cual los rencores no tendrán acogida;
liberarás los pájaros atrapados en redes
y el sol dará calor a tus manos difuntas.
Ya no estará Araceli, desvalida María,
yo no estaré tampoco, pero tú brillarás
como la iluminada, como la bendecida
por el don del espíritu en que te refugiaste.                                 
Cae la nieve en Suiza, mas no helará tu aliento
inmarcesible y puro, porque ya eres eterna.
En tu verbo el diamante, como llama en el fuego.
Acércate y sitúa el cigarro en la boca
con tan sobria elegancia como vuela un arcángel.
Somos humo, ya ves, y lo supimos siempre.
Mi querida María, nombrarías acaso
a quien te revelara ese saber infuso
entre claros del bosque, oh tú, la enamorada
que alimenta los gatos y acaricia su lomo.
Adiós, luciente y pródiga,  me veo en tus pupilas,
mientras el horizonte dibuja entre tus cejas
un sueño de gaviotas, bajo un iris sin nubes.
Hasta la vista, digo, disculpa el desconsuelo,
perdóname esta carta que desde el llanto asoma.
Ahora que me envuelve esta dulce tristeza
y tu verbo deslumbra como el sol en los ojos.
Tú, para asombro nuestro: ay, María querida,
alma de España errante, mi desgarro más íntimo,
la más perfecta llaga que sana y que no cura.


                              José Antonio Sáez.






miércoles, 19 de junio de 2013

HIJA DEL MAR.



























Pescador que lanzaste tus redes a las olas
amantes y me ofreces un pez desde tu barca,
invitándome al mar de tus ojos de luna:
atrapada quedé en ellos, tras tu color moreno.

Bronceado tu pecho que labró la faena,
puro bronce el torso por el sol esculpido,
tú me enseñaste el sitio secreto en donde moran
las bancadas de peces y las algas dormidas.

En tus brazos un cíclope estrechaba los vientos
desplegando las velas, abriendo el horizonte.
Acudí yo a tu cita descalza en esa playa
donde varas tu barca y allí, sobre la arena

te enseñé el lunarcillo que guardo desde niña
y que ninguno ha visto entre los pescadores.
Remaste aquella noche bajo el cielo estrellado,
había luna llena al raso de tus ojos.

Envidiaban los jóvenes tu suerte pues llevaste,
sobre tu humilde nave, rosa fundida al sol,
sirena que se peina sobre rocas salientes,
estirando las ondas de su cabello oscuro.

Cuando la aurora quiso que el día despertara,
me guardaban tus brazos del húmedo relente:
sobre un lecho de redes, vimos alzarse el aire,
envueltos por la luz y las aves marinas.
  


                     José Antonio Sáez.




sábado, 15 de junio de 2013

NAUFRAGIO.







Las mujeres acudieron al muelle alertadas por la llegada a deshora de los barcos pesqueros. En el atardecer, el sol era en el cielo como un ascua de oro. Llevaban ellas la cabeza y el rostro semicubiertos por un largo velo e iban vestidas del color de la noche. Eran las viudas de los pescadores, cuyos cuerpos regresaron del mar con algas verdes y estropajosas, colgando de sus ojos y su boca violácea. Los cuerpos de los ahogados tenían el color de las medusas en los labios y conservaban aún sus sucias ropas mojadas. Lloraban las esposas a los hombres perdidos en alta mar, cuyos cuerpos sin vida les entregaron para su sepultura. Siempre pensaron las mujeres que preservarlos bajo la tierra era como retenerlos eternamente a su lado. Mas, ¿qué tumba para un hombre era el fondo del mar? Algunas derramaban cenizas sobre sus cabellos revueltos, tan oscuros como la misma noche, y se arañaban el rostro o golpeaban sus mejillas pálidas, enrojeciéndolas al calor de las ultimas brasas encendidas. Era el coro trágico de las desconsoladas, el drama sublime de las muertas vivientes sobre un escenario marino; mientras los huérfanos, vestidos con camisas azules y pantalones oscuros, con lustre en los zapatos gastados, se sorbían las lágrimas apretando los dientes y cerrando los puños. Se hizo la noche sobre el ígneo mar en ascuas y, en la barcarola de las aguas oscuras y sonido ascendente, rielaba la luna como pálido sudario de los desventurados.


                                                                           José Antonio Sáez.



sábado, 8 de junio de 2013

MAGNÍFICO ANTONIO LÓPEZ.






El representante máximo del hiperrealismo en España, el pintor Antonio López (Tomelloso, 1936) ha impartido en estos días un curso de pintura realista y figurativa en el Museo Casa Ibáñez de Olula del Río (Almería), dirigido a jóvenes pintores de todo el mundo, quienes han sido congregados entre los espacios del mismo museo, tanto por la atracción de cuanto representa el maestro como por el talento siempre asombroso de Andrés García Ibáñez.

Antonio López posee una apariencia de fragilidad física que queda magníficamente superada por su lucidez, por su humanidad, por su sabiduría, por la luz que irradia de su mismo ser. Diría que al acercarse uno a su persona se siente esa conmoción inefable que sólo se acierta a sufrir cuando nos encontramos ante una personalidad excepcional y ante Antonio López no se pueden sentir otras emociones que el entusiasmo, el desbordamiento, el escalofrío, la magia... Pareciera un santón, un eremita, un bienaventurado que nos ha caido del cielo sobre las arenas de las ramblas y el polvo de los desiertos de esta tierra nuestra, tantas veces desventurada. Y un puñado de tierra, un terrón de los campos inmensos de La Mancha, un campesino manchego curtido bajo el sol y las cosechas agostadas, eso parece este menudo gigante que es, con pinta de desvalimiento. Su rostro bien pudiera ser el rostro de todos los hombres de España que se han hecho a sí mismos con el trabajo de sus manos y sus sudores, curtidos en la honradez, la nobleza y los grandes valores que identifican a las gentes de bien. 

 




 Y es que Antonio López, el artista del tamaño de los rascacielos y las amplias avenidas urbanas, de las orondas cabezas de su estirpe, de las figuras del hombre y la mujer y las hondas raices familiares, siempre fiel a sí mismo y a sus convicciones más profundas es un hombre absolutamente libre; y por eso se le suelta la lengua y habla con unción de los asuntos más graves y de los más aparentemente libianos, con la gravedad y la ligereza de la lengua de los pájaros. Se le suelta la lengua y pareciera que no es él quien nos habla sino la fuerza interior que arrastra y empuja a ese cuerpo frágil, menudo, con apariencia de desvalimiento. Su entusiasmo resulta proverbial ante la fe absoluta en lo que hace, como el ungido, como el predestinado que se sabe elegido para cumplir una misión en el mundo y ante sus semejantes. Nadie más sencillo ni nadie más cercano. Nadie más accesible ni nadie más generoso. Se llama Antonio López y es un artista inmenso. Apenas unos versos por su honda presencia le ofrecí en su homenaje y aún menos palabras pude cruzar con él: "Es que aquí se le quiere, maestro" -le dije- y se perdió sonriendo entre tantas urgencias que le reclamaban de cuantos le seguíamos por las salas del museo hasta el espacio donde nos ha honrado con la eternidad de su obra.


                                                                                 José Antonio Sáez Fernández.



jueves, 6 de junio de 2013

VERSOS EN JUNIO.









                                         Me dicen: ¿quién es ése que mide sus heridas
                                         
                                         por el número impar de sus muchos fracasos?

                                      ¿Y quién aquél -preguntan- que se lame las llagas

                                        como animal vencido, tras la lucha sangrienta?



                                         Dejadle ir, les digo, entended su congoja.

                                         Usad misericordia; pues en un tiempo tuvo

                                       la arrogancia del sable y en su alfanje blandía
                                      
                                          una soberbia indómita, certera en desafío.

                                                                          José Antonio Sáez.